25 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 9 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

“Señora jueza, tiene la cámara prendida”

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Joaquín Leonardo Casas Ortiz

Candidato a doctor en Estudios Políticos de la Universidad Externado de Colombia

 

Algo huele a rancio en el reino de la justicia en Colombia, y en particular, con nuestros jueces, esos de los que, bajo el entendido de que “la justicia es una virtud del alma”, se espera “la sobriedad técnica y la sensibilidad de la prudencia”. Lo sucedido con la jueza de Cúcuta (Norte de Santander) es otra noticia más y seguro el Mundial de Fútbol de Qatar sepultará en el olvido en pocos días. Desde luego, antes de que –indefectiblemente– ello ocurra, no está demás reflexionar sobre el tema. No para castigar o absolver a la jueza por su conducta; de ello se ocuparán, con prontitud, jueces “éticamente puros e impolutos” encargados de proteger, cueste lo que cueste, la “majestad y dignidad de la justicia”. Ya hubo un primer pronunciamiento y esperemos cómo evoluciona el tema. Ellos, de encontrarla culpable, le harán sentir, como en la Francia de Robespierre, el filo de la guillotina del poder disciplinario, siempre vigilante –y selectivo– para castigar al que se desvié del cumplimiento de sus deberes funcionales. 

 

Entonces, más allá de la coyuntura noticiosa, si de algo sirve este escándalo, es para que, desde la lógica de una conversación entre iguales –pues el tema y su discusión no puede seguir estando en manos de una especie de aristocracia togada y/o de pretendidos “sabios juristas” con sede en la capital que pontifican e imponen a los súbditos de la provincia cómo debe operar la justicia–, se tome en serio la imperativa necesidad de repensar, pensar y abrir un debate serio e incluyente sobre lo fundamental de la justicia y hacer las reformas que correspondan.

 

En efecto, la institucionalidad de la justicia es un edificio que desde hace décadas amenaza ruinas y, por supuesto, evidencias sobran de que ya no son suficientes los reforzamientos estructurales parciales.

 

No. Se requiere algo más y ello empieza, entre otras cosas, por redefinir el anclaje constitucional de la Administración de Justicia, replantear su diseño institucional y el sistema de equilibrio de poderes y, especialmente, es imperativo redefinir quiénes deben ser nuestros futuros jueces en un Estado constitucional. Tal propósito va más allá de exigir un número de años en la Rama Judicial, la cátedra universitaria, un examen de Estado para abogados, un inexplicable curso-concurso para jueces, superar un defectuoso examen lleno de preguntas impertinentes y que nada dicen de la idoneidad ética y profesional del futuro juez.

 

Como es obvio, sería una necedad llevar a cabo un refrescamiento de memoria sobre la miríada de escándalos de toda índole en la justicia. Basta un clic en la red para enterarse, pero nos acostumbramos rápidamente a las cosas, normalizamos el problema y, al final del día, nada pasa. Sucede que, como ya nos dijera Fernando Savater, vivimos en una sociedad obsesionada por la justicia como institución: desconfiamos y maldecimos de ella, pero de ningún otro vínculo público esperamos tanto. Siendo así: ¿hasta cuándo?, ¿qué hacer?, ¿cuánto más tienen los ciudadanos que soportar unos jueces que desdicen de lo que la Constitución y la ley les manda obedecer?, ¿cuántos escándalos más de corrupción en la justicia serán suficientes?

 

Y añádase: ¿cuántos dramas más serán suficientes?, ¿cuántos escándalos más como el de la jueza de Cúcuta y de otros tantos serán suficientes?, ¿qué tanta falta de credibilidad es capaz de soportar la Administración de Justicia y los jueces?, ¿qué hacer para erradicar las puertas giratorias entre política y judicatura?, ¿qué hacer para erradicar las puertas giratorias en la judicatura?, ¿qué hacer para devolverle al juez su dignidad y su estatus ético-jurídico para juzgar y hacer cumplir lo juzgado a sus semejantes?

 

Dar respuesta a esos interrogantes no es una tarea fácil y, de momento se me ocurre que toca pulverizar –de una vez por todas– la maléfica estructura de poder incubada en la Administración de Justicia desde el antiguo régimen constitucional de 1886 y, claro, ello sucederá intentando hacerlo desde adentro. En ese sentido, se propone que la única posibilidad para la construcción y consolidación de una legítima administración de justicia, compatible con el Estado constitucional, sea –desde las coordenadas de una conversación entre iguales– abrir espacios de deliberación democrática incluyentes donde la sociedad decida qué tipo de justicia y de jueces quieren las generaciones futuras.

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