25 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 2 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

Poderes correccionales del juez

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Joaquín Leonardo Casas Ortiz

Doctorando en Estudios Políticos

Universidad Externado de Colombia

 

Nuevamente, estamos ante esa funesta manía de reformar los códigos y no es que ello, prima facie, sea malo, al fin de cuentas, el derecho viviente y la dinámica social impone que las normas legales no queden petrificadas por cuenta de “la mano muerta del pasado”.

 

Lo que, sin duda, es muy lamentable y perverso es que dichas reformas se lleven a cabo con tanta precocidad y, lo más grave, sin que ese proceso de reforma sea el deseable producto de una conversación entre iguales (Roberto Gargarella, 2021). Todo lo contrario, es lo más antidemocrático, casi siempre es el resultado de una comisión redactora que está conformada por amigos de quienes se presume son “iluminados y expertos juristas”, pero, en no pocas veces, son más amigos que juristas.

 

En todo caso, sería bueno, ahora que le llegó el turno –otra vez– al Código General del Proceso (del que en su momento se dijo “haría más eficaz la administración de justicia, siempre y cuando se aplique con mente abierta y rompiendo lazos con atávicas formas de interpretar las normas”) que esta sea la oportunidad para que, como muestra de un talante liberal, democrático y de inequívoco compromiso serio con el Estado constitucional, las garantías y derechos fundamentales de rango constitucional y convencional, se eliminen esos salvajes poderes correccionales que tienen los jueces y, en particular, la de dictar órdenes de arresto (CGP, art. 44). Es el clásico relato de legitimación para la existencia de esos poderes, además de aquel según el cual son de carácter “correccional y no de carácter punitivo” –un artificio argumentativo que no resiste un análisis serio–, es, entre otras, proteger la “dignidad o majestad de la justicia”, “la buena marcha de la administración de justicia”.

 

Lo cierto es que no hay razón constitucional y convencional admisible que justifique que, en un Estado constitucional que se dice anclado en la dignidad humana, esos poderes del juez tengan cabida en el ordenamiento jurídico colombiano. Esas normas habilitantes deben ser expulsadas de este sin condicionamiento alguno –y es muy probable que la Corte Constitucional no lo haga–. Ello debe ser así por lo siguiente: la vaguedad y ambigüedad del bien jurídico que dicen proteger: ¿qué cosa es la “dignidad o majestad de la justicia”?, ¿bajo qué criterios se establece que una determinada conducta del sujeto procesal o interviniente constituye un “irrespeto” en contra del juez y no la reacción legítima ante una conducta autoritaria precedente del juez? Generalmente, la respuesta dependerá de lo que, al juez, en un inaceptable margen de discrecionalidad interpretativa y en proporción a su ego, estado de ánimo o sesgo ideológico, entienda por tal y en función de ello, hará uso de sus poderes. Mejor dicho, la decisión será la suma de lo que Daniel Kahneman llama “Ruido”. Una falla en el juicio humano. En fin, como dijo John L. Austin, los jueces “hacen” muchas cosas con las palabras y en los ámbitos de poderes correccionales, lo que hacen no es precisamente lo mejor para el sujeto objeto de corrección.     

 

En síntesis, en un Estado constitucional serio y que tiene como función limitar el poder político con la finalidad de proteger los derechos fundamentales individuales (Salazar Ugarte, 2019, pág. 72), la “majestad de la justicia” –lo que sea que ello signifique– no se protege con normas que habilitan a los jueces para ordenar arrestos e imponer multas a quienes intervienen en el servicio público de justicia. Esto se logra desde adentro del sistema, con jueces absolutamente respetuosos de las garantías y derechos de naturaleza constitucional y convencional y que, en esa medida, además de realizar los principios de que trata la Ley 270 de 1996, justifican y motivan en debida forma el contenido de sus decisiones, al punto de que su legitimación no viene dada por la “autoridad del juez” y la toga que usan, sino por la solidez argumentativa del razonamiento y el carácter deliberativo de lo que deciden. Lo contrario es, sencillamente, un abuso de poder inaceptable en las democracias modernas, en las cuales, ante cualquier tentación autoritaria, es preciso su desmonte y más si ella se encuentra agazapada en atuendos formales de contenido legal.

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