25 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 19 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

“Nunca más”, en nombre del “pueblo”

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Joaquín Leonardo Casas Ortiz

Doctorando en Estudios Políticos

Universidad Externado de Colombia

Se atribuye a un personaje que aparece en las historias de Heródoto decir que es totalmente inaceptable que hombres que huyen de la soberbia de un tirano caigan en la soberbia de una masa sin freno. Más allá de lo acertado o no de la frase y de su claro tufillo antidemocrático, ella viene bien a propósito de la propuesta del señor presidente Gustavo Petro, quien, so pretexto de “un diálogo social para cambiar a Colombia”, invita al pueblo para discutir en las calles las grandes reformas que pretende implementar. Ese llamado, además de recordar el “Estado de opinión”, posibilita formular algunos interrogantes: ¿Cuáles son los riesgos para la democracia constitucional apelar al pueblo para legitimar las políticas de Estado? ¿Se corre el riesgo deque en nombre del pueblo se pulvericen las instituciones y principios de la democracia liberal? ¿Cuál es el justo precio que la democracia constitucional está dispuesta a pagar por alcanzar la denominada paz total? ¿Sobrevivirá lo poco que queda de la democracia liberal en la trampa ideológica: el pueblo y los enemigos del pueblo?

Las respuestas no están en las presentes líneas, que apenas pretenden invitar a pensar cómo encontrar acuerdos sobre lo fundamental respecto de aquellos límites infranqueables que no pueden, bajo ninguna circunstancia, cruzarse, ni siquiera apelando al pueblo para alcanzar fines loables, como conseguir la paz total o logar “consenso” respecto de lo que supuestamente el pueblo quiere. Así, apelar al pueblo y con ello sustraer la discusión de su escenario natural, como lo es el Congreso de la República, es un riesgo muy alto en términos reputacionales para un Poder Legislativo que ya tiene serios problemas de confianza, credibilidad y legitimidad entre los ciudadanos.

Como si ello ya no fuera suficiente, apelar al pueblo en un país que ahora ocupa el segundo lugar en la lista de los altamente más polarizados –aunque esa es una constante histórica que nos viene desde nuestro nacimiento como república– alcanzar acuerdos sobre lo fundamental no es nada fácil y, en algunas casos, pretender tal cosa ha significado la muerte, tal como sucedió con Álvaro Gómez Hurtado y tantos otros, hoy olvidados quizás producto de la civilización del espectáculo. Sin duda que el derecho a vivir en paz requiere que todos hagan su parte y quienes mayor responsabilidad política, social y jurídica tienen en ello son los están a la cabeza de los poderes públicos.

Tiene dicho la doctrina especializada que el parlamentarismo colombiano se ha caracterizado por la ausencia de peso específico en el régimen político, lo que, sin duda, es muy cierto, como también lo es que para lograr la paz el sistema político, especialmente el Congreso, tiene un importante papel (Gechem Sarmiento, 2015). Así, la función del Congreso de la República en la configuración normativa que posibilite la concreción real de la paz total en todo el territorio y demás reformas que pretende el Ejecutivo, a no dudarlo, es fundamental, pero ello no será posible si se sustrae y condiciona la deliberación de las iniciativas del Ejecutivo de su escenario natural y sometiéndolas previamente al sentimiento del pueblo –y la historia ha dejado evidencia de lo que ello significa–. Claro, ante iniciativas legislativas de tal calado como las que pretende implementar el Ejecutivo, requieren un Congreso que lleve a cabo procesos deliberativos académicamente serios, económica y jurídicamente viables, alejados de mezquindades políticas y oportunismo de parlamentarios que, empotrados en la silla de la oposición o de la coalición de Gobierno, llaman la atención vociferando y no argumentando razonadamente.

Es imperativo aferrarse a la división de poderes, a los cauces institucionales propios del Estado constitucional y que las iniciativas legislativas, cualquiera sea su origen y naturaleza, se adelanten sin apartarse un ápice de lo que ordena la Constitución, la ley, los estándares jurisprudenciales vinculantes y compromisos convencionales que comprometen la responsabilidad internacional del Estado.

Ante la disyuntiva, nosotros, el pueblo vs. yo, el Estado constitucional como sistema de vínculos a los poderes públicos, no puede haber dudas: proteger la democracia constitucional cimentada sobre la premisa de “nunca más” en nombre del “pueblo”. “Nunca más” utilizar la democracia para acabar con ella.

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