25 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 27 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

¿La tiranía de las víctimas?

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Alejandro F. Sánchez C.

Abogado penalista. Doctor en Derecho

Twitter: @alfesac

 

Las víctimas han ganado un espacio bien importante dentro del proceso penal. Si repasamos la historia, tenemos que, en principio, el derecho penal fue el derecho privado de las víctimas a reclamar contra su victimario: ojo por ojo, diente por diente. De ahí se avanzó a lo que Juan Montero Aroca llama la expropiación de sus conflictos penales, etapa en la cual el Estado –aunque primero fue el sistema inquisitorial– se reservó la posibilidad de perseguir y sancionar (Principios del proceso penal, 1997). Ello llevó a que las víctimas fueran aisladas, y solo el fiscal tenía aval para representarlas.

 

Por ese sendero se llegó a extremos en los que las víctimas fueron olvidadas y, en ocasiones, sus intereses no compaginaban con la solución que el Estado daba a sus conflictos.

 

Ahora experimentamos una nueva etapa. Las víctimas han recobrado su voz y ejercen sus derechos directamente en el proceso, sin que ello implique la privatización de la acción penal, que sigue estando bajo potestad del Estado; inclusive en los casos donde se permite la acción privada, pues aquel sigue vigilante y en cualquier momento la puede recobrar.

 

No cabe duda de que, en un sistema constitucional, la armonización de los derechos entre Estado, víctimas y procesado, es un propósito loable. En la gran mayoría de casos, las víctimas no tienen doliente y el sistema les implanta barreras de acceso o atropella sus pretensiones. También hay víctimas que han hecho loables luchas por conseguir verdad y justicia y sin ellas el proceso hubiese sido fuente de impunidad.

 

No obstante, hay segmentos de realidad que resultan particulares y muestran algunos ejercicios arbitrarios desde la práctica que requieren atención y control. Bucles donde las víctimas ejercen más como tiranas que como agentes de justicia.

 

Dejo a un lado la utilización farandulera de las víctimas, un asunto en el que quien dirige la escena es el abogado y no el afectado, que termina instrumentalizado: cuando el profesional utiliza la participación de la víctima para conseguir fama, y poco le importan los intereses del representado. Ejercicio deplorable y criticable, pero que, para ser sinceros, se muestra en otros lados del litigio: algunos defensores y fiscales.

 

Me refiero en concreto a las víctimas que exponen criterios de justicia material y derecho a la verdad para intervenir en los procesos, pregonando ser ajenos a cualquier interés materialista; pero que, luego, tras bambalinas, negocian cuantiosas sumas de dinero con el procesado para no oponerse a sus pretensiones si busca una libertad, la revocatoria de la medida, un archivo o la absolución. Más repudiable aún, el retirar una solicitud de medida de aseguramiento, que la víctima puede solicitar de manera directa en nuestro modelo penal.

 

Podría alegarse que ello no es problema en un sistema donde es el juez quien define. La vida real ofrece sus propias dinámicas. Los casos penales envuelven profundos, sensibles y, en ocasiones, mediáticos intereses. Si en esos escenarios el juez encuentra que su decisión tiene respaldo en la víctima o el Ministerio Público, se apoya en ello sicológica y jurídicamente ante la audiencia, sus superiores y, por qué no, ante cualquier investigación penal o disciplinaria. Sobre ello se podría escribirse un libro, al estilo de Cómo deciden los jueces (2008), obra célebre del profesor y ex magistrado norteamericano Richard Allen Posner. Capítulo especial merecerían los casos mediáticos, donde la regla podría ser: cuanto más mediático, más “valioso” el interés de la víctima.

 

Para contrarrestar semejante posibilidad, debería imperar la transparencia. Todo acuerdo que contraríe la legitimación expuesta en audiencia por la víctima para intervenir en el proceso debería ser público. Si el interés invocado eran justicia y verdad, pero en algún momento del proceso muta a un fin económico, lucrativo, lo mínimo sería que la audiencia lo conozca. Si la idea es armonizar los derechos de los participantes –de la misma forma en que los acuerdos entre fiscalía y procesado son públicos y deben ser avalados por el juez–, los acuerdos entre víctimas y procesados deberían someterse a su escrutinio y el de la audiencia. La normativa procesal ofrece múltiples mecanismos institucionales: principio de oportunidad, mediación, conciliación, etc.

 

Lo que no debe legitimarse es este segmento concreto donde las víctimas se pueden terminar transformando en las tiranas del proceso y negociando en las sombras.

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