La extinción de dominio: de esperanza a amenaza
Alejandro F. Sánchez C.
Abogado penalista. Doctor en Derecho
Twitter: @alfesac
Tenemos un hijo auténtico: lo bautizamos extinción de dominio. Nació por la necesidad urgente de enfrentar el gran narcotráfico que plantó bombas en edificios y vuelos comerciales, el que con sus infinitos caudales de dinero construía mansiones, centros recreacionales y compraba aviones como quien compra bolsas de leche en el mercado. Nos dio una esperanza, una luz en la lucha contra el flagelo de esos personajes exóticos, que sentían que tenían la posibilidad de comprar hasta la democracia. Nació en tierra colombiana y hoy es producto jurídico de expropiación.
Pero como sucede con cualquier herramienta, al final no es buena ni mala. Depende de quién y cómo la use. Cuando se empleó en esas oscuras épocas nadie hizo mayor reparo, por la utilidad evidente que prestaba. Hoy, el asunto no parece igual de sencillo. A veces los héroes transmutan en villanos.
Es así como pasamos de perseguir edificios, mansiones y haciendas comprados con dineros del narcotráfico, a correr detrás de camiones utilizados en protestas, hoteles de mala muerte para migrantes y casas de consumo para drogadictos. Hasta ahí un tema solo de dimensiones ínfimas, que causa mínimas preocupaciones. Al lado de ello también está el riesgo de que se persigan objetivos políticos, personas a quienes, al no poderles afectar la libertad, se les estrangula en lo económico.
Cuán felices éramos cuando a un narcotraficante se le embargaba el Ferrari o la mansión “loba”, y nos bastaba saber que no tenía ninguna forma legítima de conseguir tales lujos. Otra cosa es cuando ese poder se enfoca en personas incómodas para el establecimiento. Con la liviandad que existe para presagiar lo mal habido de sus bienes, a veces es cuestión de “pálpito” para que algún fiscal avezado decida perseguirlos.
La técnica enseña que, para acorralar a alguien –con independencia del fin: lícito o ilícito–, primero se afecta su libertad, luego su familia y, por último, su patrimonio. Cuando el sistema de justicia tiene medios efectivos para que respecto a los dos primeros existan garantías públicas, contradictorias y eficientes que evitan arbitrariedades, la tentación de acudir a la tercera vía es latente, máxime cuando el camino no es tan empedrado.
Aquí está uno de los riesgos de nuestra aclamada acción de extinción de dominio. Una estructura judicial que logísticamente se ve desbordada; que tarda en tramitar un proceso 10 años o más; donde las medidas cautelares pueden durar igual término y en el cual, mientras tanto, el Estado vende tus bienes a precios fijados por una junta ejecutiva –no judicial– que devuelve migajas, si al final se le convence de que todo fue un error. ¿A eso se le llama proceso?
Para colmo, si bien el proceso lo adelanta un fiscal, su naturaleza no es penal. Es civil. Con ese prurito todas las garantías se suavizan. Las consecuencias, teóricamente, son solo patrimoniales. La realidad es que cuando a una persona le afectan injustamente sus bienes o la fuente material de sus ingresos, sus proyectos de vida y los de su familia pueden anularse. También es una forma de afectar la libertad: una persona sin ingresos no puede subsistir, queda atada, restringida en lo físico y en lo emocional.
A quien le imponían medidas cautelares en un proceso de extinción de dominio no tenía ni siquiera derecho a conocer las pruebas que sustentaban tal decisión. Solo hasta hace pocos días la Corte Suprema (S. Penal, Rad. 123334, tutela del 5 de mayo del 2022, M. P. Gerson Chavera) estableció que una persona afectada por una medida de tal tipo tenía el derecho a conocer las evidencias que sostenían la medida y así acudir a un juez de garantías para determinar si la misma tenía bases legales y fácticas. Estas tutelas son la única esperanza, pues, para colmo de males, aquí no hay casación.
Tampoco faltan fiscales indolentes que ante el hecho de que la ley no impone sanción alguna al superar el término de seis meses establecido para la imposición de cautelas, las mantienen vigentes sin ninguna definición. Un limbo, más bien, toda una tortura procesal, donde los casos no se archivan ni se presenta demanda, cercenando al afectado la oportunidad de defenderse ante un juez y esperar si algún día verá la luz al final de ese oscuro túnel en que se han convertido los procesos de extinción.
Dichos bemoles convierten este “proceso” en un trámite oscuro, medieval, kafkiano. Donde la reserva no permite al público posibilidades de control social y el principio de plazo razonable no aplica. Una herramienta de lucha contra el crimen que, sin los ajustes debidos, está tornándose en amenaza.
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