22 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 9 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

Los programas de transparencia y ética: cambio normativo y de mentalidad

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Bernardo Carvajal Sánchez
Director del Departamento de Derecho Administrativo de la Universidad Externado de Colombia
Socio de Coral Delgado & Asociados

Los seres humanos no somos racionalmente perfectos para gestionar nuestros propios intereses; mucho menos para gestionar los de los demás. No siempre obedecemos las normas externas que prescriben comportamientos. No siempre seguimos razones objetivas ante un conflicto de intereses. La tentación de privilegiar el beneficio personal sobre el interés de una empresa o de la colectividad siempre acecha a los administradores de lo privado y lo público. Por ese motivo existen los riesgos de conducta, asociados al “factor humano” en las relaciones dentro de una organización y con su entorno. Su común denominador es el riesgo de incumplimiento ético y legal.

El Derecho se ha interesado más en la infracción y la sanción. Acude al policía y al mazo, para establecer un sinnúmero de controles y de regímenes sancionatorios. No obstante, la eficacia del enfoque tradicional es baja y, peor aún, no está exenta de que los poderosos controladores también se corrompan.

Contrario al punitivismo, los programas de cumplimiento (compliance) abordan la causa adecuada del problema: conocer los riesgos de incumplimiento en cada organización, gestionarlos, lanzar alertas y reportes tempranos, apoyados en la autorregulación, el autocontrol y los incentivos psicosociales para promover el cambio comportamental, con ayuda de un mentor (oficial de cumplimiento). Especialmente, buscan materializar la cultura del cumplimiento normativo. Sin compliance no hay manera razonable de esperar cambios positivos en la lucha contra la corrupción y en sus demás objetivos (riesgos lavado de activos y financiación del terrorismo, penales, ambientales, de derechos humanos, de seguridad social, de libre competencia, protección de datos, tributarios, contables, etc.).

El derecho administrativo se pone a tono con este nuevo espíritu del tiempo, para que en cada organización se internalicen y hagan propios los fines estatales, internacionales y globales. De ahí que las autoridades de regulación y supervisión promuevan el uso del compliance, bajo una lógica de autorregulación regulada para los particulares y de autonomía organizacional para los entes públicos. Pero ello requiere un minimalismo jurídico que solo el soft law puede brindar, pues, para ser eficaces, los programas de cumplimiento deben atender las necesidades de cada organización y reflejar una decisión voluntaria interna, nunca una imposición externa.

Como herramienta para el cambio comportamental, los programas de cumplimiento deben diseñarse a la medida de los problemas y riesgos de cada organización y no deberían establecerse por el Estado. Sin embargo, la Ley 2195 de 2022 impuso la obligación de adoptar dos tipos especiales de programa de cumplimiento: de un lado, exige a los particulares sujetos a inspección, vigilancia y control del Estado (IVC), implementar un Programa de Transparencia y Ética Empresarial (PTEE) y, de otro lado, exige a todas las entidades estatales darse un Programa de Transparencia y Ética Pública (PTEP), en lugar del Plan Anticorrupción y de Atención al Ciudadano (PAAC).

Así, estos programas ya no surgen como un compromiso genuino del buen gobierno interno; ahora se hacen porque el Estado los impone. Además, las autoridades de IVC determinan los contenidos de los PTEE, mientras que la Secretaría de Transparencia de la Presidencia de la República fija las características, estándares, elementos, requisitos, procedimientos y controles de los PTEP. Esto último se corrobora con el nuevo Decreto 1122 de 2024 y su anexo técnico que, además, inserta los PTEP en el engorroso Modelo Integrado de Planeación y Gestión (MIPG), por lo que este compliance público a la colombiana puede degenerar en un check list y una carga más de planeación institucional.

Estos cambios normativos desaprovecharon la ocasión de innovar con un oficial de cumplimiento para el sector público que reemplace la ineficaz figura del control interno de gestión y dejaron de lado instrumentos como el reporte de operaciones sospechosas y las consecuencias del barrido de listas restrictivas. Ahora bien, cabe destacar su enfoque preventivo como bitácora de la debida diligencia del servidor público, la metodología de gestión de riesgos, incluyendo el riesgo de contraparte con los beneficiarios finales, los canales de denuncia, la estrategia de Estado abierto y cultura de legalidad. En nuestra opinión, lo más valioso es la apertura a “Todas aquellas iniciativas adicionales que la Entidad considere necesario incluir para prevenir y combatir la corrupción”. Ese es el espacio donde puede florecer un compliance del sector público.

Por lo pronto, el enfoque hasta ahora empleado parece propicio para repetir los vicios de la mala administración: normas de papel que se acatan, mas no se cumplen, y primacía de lo formal sobre lo sustancial. No podemos hacer del compliance público un nuevo escenario para la organización del desgobierno. Por fortuna, siempre se puede corregir el rumbo y ajustar las futuras versiones de PTEE y PTEP. Queda planteado este gran reto.  

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