“Paz total” y sus “enemigos íntimos”
Joaquín Leonardo Casas Ortiz
Doctorando en Estudios Políticos
Universidad Externado de Colombia
Se ha dicho que la paz no se agota en la negociación, ni en la cesación del fuego, ni en la promesa de un “tránsito” hacia la democracia ampliada. En otras palabras, la paz “real”, que implica la construcción de una sociedad alternativa más justa y democrática, no se agota en la paz “formal”, entendida como el acuerdo para tramitar el conflicto en forma civilizada (Bejarano, Ana María). Y agregaríamos que, hoy, tampoco se agota ante la promesa de una “paz total” como superación, entre otras variables, de una “paz duradera y estable” o de la “paz unidimensional”, “fragmentaria” y “elitista”.
Bien sabido es que una de las banderas del Gobierno de turno es la propuesta de una “paz total”, hoy concretada vía legislativa en la Ley 418 de 1997, adicionada y prorrogada mediante la Ley 2272 del 2022. El eje transversal de esa “paz total” es, vía mecanismos de negociación, “someter” a los diferentes actores del conflicto armado y la sistemática violencia que esta ha traído consigo por décadas y que, a la fecha, todavía tiene en jaque al Estado, incapaz –sin duda alguna–, por la vía del brazo armado legítimamente constituido, de cerrar ese ciclo, sus actores y sus consecuencias, claro, sin desconocer un ápice lo que, en su momento, se avanzó con el Acuerdo de Paz de La Habana.
El punto es que ese objetivo (alcanzar la “paz total”), por más plausible que sea, no puede, más allá de los aciertos y/o desaciertos del marco normativo, concretarse y dar los frutos esperados sin que, previamente, se remuevan del camino lo que hemos denominado enemigos íntimos de esa “paz total”. Enemigos que, dicho sea aclarar, no son nuevos y que han tenido como abrevadero común el problema de la tenencia de la tierra y las vicisitudes del régimen político colombiano.
Uno de esos enemigos íntimos es, sin duda, la existencia de un Estado débil/fallido –calificativo que no cae muy bien en ciertos espacios–. En efecto, está documentado (Bejarano, Ana María) que el conflicto armado –en otros tiempos como ahora– no ha podido ser caracterizado como una guerra civil, sino como una lucha prolongada entre un Estado débil y una insurgencia en armas, no derrotada, pero aún minoritaria, a lo que hoy sumaríamos disímiles actores armados con capacidad de imponer la “ley del orden” en muchas partes del territorio nacional, incluso, según se registra por estos días, ya hay presencia en las goteras de Bogotá.
En oposición a un Estado débil/fallido, los tiempos recios que corren, y que se concretan en lo que se ha llamado “nueva ruta de violencia que ha tomado Colombia”, demandan un Estado fuerte –no represivo a la manera de experiencias que ya hemos vivido– que sea capaz de hacer presencia militar efectiva, eficaz y pronta en todo el territorio nacional y devolver la confianza ciudadana en la integralidad territorial. Que en la actualidad haya cerca de 250 municipios con presencia de estructuras criminales y grupos armados ilegales y, para el caso concreto del ELN, que hoy tenga presencia en 167 municipios (en el 2018 operaba en 99 municipios, Ávila, Ariel, 2022), es indicativo de que la debilidad del Estado es progresiva y, en esas condiciones, las posibilidades de generar miedo, zozobra, desplazamiento, homicidios, extorsiones y otras manifestaciones de violencia son exponenciales. De esta forma, los ciudadanos quedan a merced de los violentos y el Estado imposibilitado para cumplir el artículo 2º de la Constitución Política. En un contexto de clara debilidad del Estado y sensible falta de credibilidad de los ciudadanos en la institucionalidad, una “paz total” sin seguridad total no es viable y está, por tanto, condenada al fracaso.
¿Cuál es el justo precio que en términos de estabilidad institucional y legitimidad democrática se está dispuesto a pagar por alcanzar la denominada “paz total”? ¿Es posible la concreción de la “paz total” en un ambiente de Estado fallido? ¿Qué está por encima: la ley, el “pueblo” o la “paz total”? ¿El propósito de una “paz total” tiene en su germen sus enemigos íntimos? ¿Es viable una “paz total” sin seguridad total?
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