24 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 17 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

Nuestro fiscal

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Alejandro F. Sánchez C.
Abogado penalista. Doctor en Derecho
Twitter: @alfesac

Hace 19 años nació la Ley 906 del 2004 o sistema penal acusatorio y cambió radicalmente la forma en la que los actores del proceso desempeñan sus roles. En esta ocasión, analizo las transformaciones que ha sufrido el papel del fiscal de nuestro sistema.

La formación y adaptación de nuestros fiscales frente a la reforma fue apadrinada desde EE UU. La capacitación fue constante y las agencias norteamericanas trabajaron tanto en terreno colombiano como con comisiones llevadas a suelo estadounidense, con el fin de que asimilaran las nuevas técnicas y competencias que requería el cambio, se vistieran con el nuevo traje de fiscal adversario y dominaran las estrategias del litigio oral.

 

Con el tiempo, se percibe una desilusión colectiva en los fiscales; contrario a la cultura del norte, parece que la nuestra no es tan pragmática. Muchos casos van a juicio y el nivel de congestión del sistema ha ido creciendo exponencialmente, superando sus capacidades humanas y logísticas.

Y las alternativas de escape que los hermanos del norte aplican con tanta facilidad, acá no circulan con la misma velocidad. En este punto, la idea de un fiscal con una agenda discrecional amplia y que solo responde políticamente, por estos lares no se acepta con tanta naturalidad. Nuestra cultura jurídica, respaldada desde la Constitución, estableció que la Fiscalía hace parte de la Rama Judicial y que está vinculada al principio de legalidad, al punto de que cualquier espacio de flexibilidad tiene límites que pueden ser controlados judicialmente.

Es así como, recientemente, la Corte Suprema recordó: “la Fiscalía no es solo una parte en la relación jurídico procesal, también es un poderoso órgano estatal regido por el principio de legalidad, obligado a respetar derechos fundamentales” (Rad. 62296/23). Al tiempo, agregó que, muy distinto a lo que sucede en otras latitudes, las acciones y omisiones de los fiscales en el ejercicio de sus funciones pueden ser objeto de investigación y sanción penal.

Entonces, nuestros fiscales desarrollan su propia personalidad y empiezan a hablar un lenguaje institucional autónomo que recibe con beneplácito el adoctrinamiento estadounidense, pero entiende que en su trabajo diario debe aplicar los ajustes del caso. Que aquí, por ejemplo, muchos asuntos tienen restringidas las posibilidades de negociación y en aquellos donde sí se puede acordar hay también condiciones: se requiere un mínimo probatorio; no se pueden cerrar negociaciones sin escuchar a las víctimas; no está permitido suscribir pactos de confidencialidad que alejen del escrutinio público y judicial las bases de lo acordado, entre otras.

Además, nuestro fiscal ha asimilado que el ejercicio de imputar o acusar es riguroso, porque todavía lo procesal sigue vinculado a una estructura dogmática penal que lleva décadas de desarrollo y consolidación, por ello no están permitidas imputaciones o acusaciones que no se adecuen fácticamente a la “arquitectura dogmática” del delito respectivo (Rad. 55752/23).

Al final, por más que los promotores norteamericanos quieran un perfil de fiscal distinto, hay un ADN constitucional y dogmático que no se puede ignorar. El fiscal colombiano ha comprendido que su papel no se reduce a acribillar adversarios, cerrar acuerdos sin control alguno o a ser servidor de coyunturales intereses políticos. Debe ser un instrumento para lograr justicia material, con objetividad y lealtad.

Seguro a nuestro fiscal le falta mucho camino por recorrer. Muchas lecciones por aprender. Deberá concebir que, así como no puede acusar o imputar como se le antoje, tampoco puede negociar o deshacer los acuerdos cuando le venga en gana. Concebirlo de otra manera sería tanto como admitir que tiene una especie de bipolaridad conceptual y no hacer nada al respecto. Debe cuidar, también, que cuando el defensor se acerque a él para buscar alternativas de negociación, esa relación de confianza se protege como a un tesoro, porque no solo se trata de ganar; se trata, ante todo, de hacer lo correcto.

Así, nuestro fiscal está escribiendo su propia biografía, una donde se convierte en un fiscal para esta sociedad, que lo necesita, que lo reclama más partícipe de soluciones que productor de estadística insulsa y sin dirección estratégica, más restaurador que demoledor. Todo sin olvidar ni menospreciar las enseñanzas de aquellos extranjeros que lo formaron. Su ayuda aún se hace indispensable, sobre todo en metodología, manejo estratégico de datos e información, apoyo tecnológico, científico y logístico, bases fundamentales para la persecución del crimen en la época actual.

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