Legislar la jurisprudencia
Enán Arrieta Burgos
Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Pontificia Bolivariana
Algunos de los principales debates jurídicos contemporáneos tienen en común una misma pregunta: ¿cómo y por qué debería legislarse la jurisprudencia (y sus equivalentes no jurisdiccionales)? Sin importar si se trata de una autoridad judicial o cuasijudicial de carácter nacional o internacional, sea que se trate de reglas decisionales que se producen en el campo del derecho laboral, pensional, penal o disciplinario –por solo citar algunos ejemplos–, esta cuestión toca con aspectos estructurales del Estado de derecho.
De entrada, me gustaría advertir al lector que no pretendo volver sobre la discusión en torno al precedente judicial, ni sobre el papel del tribunal constitucional en el sistema de fuentes. No discuto que el precedente judicial referido a un caso concreto sea vinculante para las autoridades judiciales y administrativas, pero ¿lo es para el legislador? Tampoco desconozco la fuerza de la cosa juzgada constitucional, pero ¿carecen de margen de apreciación las autoridades nacionales a la hora de adaptar al contexto local los pronunciamientos de los órganos internacionales?
En primer lugar, convendría problematizar la legitimidad de legislar la jurisprudencia. Nadie pone en entredicho que el Congreso de la República pueda transformar en leyes, si así lo estima conveniente, las reglas de decisión establecidas por una determinada autoridad judicial. Pero, ¿está obligado a hacerlo? La respuesta, en virtud de los principios democrático y de separación de poderes, parece obvia. Sin embargo, cada vez con mayor frecuencia observo, con algo de preocupación teórica y ciudadana, cómo en los debates públicos y parlamentarios se utilizan, a manera de dogmas irrefutables transmutados en incisos y parágrafos, sentencias de altas cortes nacionales e internacionales o fragmentos de recomendaciones de órganos no jurisdiccionales. Se citan y hasta se tergiversan reglas decisionales aisladas que luego se reproducen como artículos que se presumen válidos más allá de toda duda. Así, se trate o no de una posición consolidada en la jurisprudencia, se pretende hacer creer que el legislador, pese a su amplio margen de configuración legislativa, no tiene opción distinta a notariar la ratio decidendi de una determinada providencia judicial o a suscribir ciegamente las conclusiones de un documento escrito por uno o varios expertos, llámense relatores, comisionados, delegados, miembros de comités, etc.
En segundo lugar, vale la pena preguntarse por la utilidad de convertir en norma general, impersonal y abstracta la regla específica plasmada en una decisión judicial o cuasijudicial. Las altas cortes, con propiedad y rigor, han defendido, recordando a Erlich, que sus decisiones constituyen Derecho vivo o viviente. Pero, al parecer, estábamos equivocados. Mientras creímos que habíamos transitado hacia un sistema jurídico más dinámico, ahora parece que retrocedemos hacia un modelo en el que las reglas, para ser válidas, deben matarse, entiéndase, legislarse. Mientras pensábamos que el Derecho funcionaba mejor como un sistema de reglas concretas argumentables a casos esencialmente similares, parece que ahora se hace necesario volver al ideal de legislarlo todo, para todos y para siempre. Alguien me dirá que la utilidad de esta práctica se relaciona con el propósito de que la jurisprudencia sea conocida y aplicada. Sin embargo, ignoro si esta suerte de sublimación es la más idónea o la más fetichista.
En tercer lugar, respecto a la técnica como debe legislarse la jurisprudencia, habría que tener en cuenta varios matices. De un lado, la naturaleza de los argumentos subyacentes. En el curso del proceso legislativo, las normas son resultado de argumentos políticos de conveniencia, entre otros. La jurisprudencia, sin embargo, es resultado de argumentos, principalmente jurídicos, que se imponen con autoridad, sin mayores consensos. Por ello, existe la cosa juzgada, mas no la cosa legislada. Se supone que no es al juez, sino al legislador, a quien le corresponde buscar consensos sobre la conveniencia de crear una norma de alcance general. De otra parte, no puede perderse de vista que la jurisprudencia, casi siempre, resuelve casos límite en los que se discute el incumplimiento de la norma o el abuso de un derecho. Entonces, ¿deberíamos crear leyes para todos o para quienes incumplen y abusan? Más aún, ¿legislar garantiza que no lo sigan haciendo? No ignoro la dialéctica del Derecho: el caso se convierte en norma y la norma se convierte en caso. Pero, precisamente, es una dialéctica, no un monólogo en el que las decisiones judiciales o cuasijudiciales operan a manera de verdades infalibles.
Quisiera finalizar con una reflexión. Si antes nos preguntábamos por el carácter derrotable de las leyes, esto es, si los jueces podían o no apartarse de normas manifiestamente injustas o inconstitucionales en un caso concreto, ahora valdría la pena promover una discusión en torno al carácter derrotable de las decisiones judiciales y cuasijudiciales, cuando hablamos de la tarea que le corresponde al legislador de crear normas generales que, en medio del disenso, apuesten por el consenso.
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