La justicia constitucional deliberativa
Paola Holguín
Abogada y profesora universitaria
El constitucionalismo fue concebido desde la necesidad de integrar la realidad política y la realidad jurídica en un conjunto normativo, donde los valores y principios que conforman un sistema fueran el reflejo de las demandas sociales en determinado contexto. La historia del Estado constitucional que se suele evocar no es más que la historia de las transformaciones de esos cimientos axiológicos que moldeó previamente la realidad social.
Esto quiere decir que los cambios de la legalidad no provocan las transformaciones sociales, sino que son las transformaciones sociales operadas en la realidad las que han determinado siempre las grandes revisiones de legalidad.
El constitucionalismo moderno tiene sus raíces en las revoluciones del siglo XVIII, cuando la sociedad buscaba limitar, legitimar y organizar el poder público para establecer el reconocimiento y la protección de los derechos y libertades.
Un hito fundamental en este proceso ocurrió en 1803, con el caso Marbury v. Madison, que estableció el principio del control judicial de constitucionalidad por parte de la Corte Suprema de Estados Unidos encabezada por su presidente John Marshall. Pese a que el entonces presidente de EE UU, Thomas Jefferson, criticó en varias ocasiones las decisiones del juez Marshall, manifestando la preocupación de que la Corte Suprema estuviera adquiriendo un poder excesivo y que sus decisiones estuvieran socavando los principios republicanos, esta decisión fue la que sentó las bases del constitucionalismo moderno.
Recordar los orígenes del constitucionalismo posee gran importancia en nuestros días. Cuando muchos calificarían de “activista” –de manera peyorativa– al juez Marshall, no se deben olvidar sus aportes al contrapeso institucional que hoy ejercen las cortes, más aún, ante las presiones e intimidaciones del hiperpresidencialismo arraigado en la realidad latinoamericana, una amenaza constante para las democracias constitucionales en el hemisferio y, por consiguiente, para el ejercicio y la garantía de derechos y libertades.
El hiperpresidencialismo, aunado a una alarmante desigualdad, pobreza, corrupción, exclusión e inestabilidad democrática, requiere que las decisiones judiciales no solamente tiendan a proteger derechos subjetivos, sino que incidan de manera estructural en las políticas que por acción u omisión fomentan las vulneraciones masivas de derechos, lo cual exhorta a analizar las dádivas de los efectos de las sentencias estructurales que contrarrestan la predominancia a la concentración del poder.
Las cortes, al ser receptivas de las demandas sociales no atendidas, suponen una reivindicación del poder de legitimación democrático (Barroso, 2016), no en un sentido electoral propiamente dicho, sino, incluso, más enriquecido de manera meritocrática y deliberativa. Dicha legitimación democrática no solo acontece en escenarios nacionales, sino también internacionales, donde la sociedad e, incluso, países, depositan su confianza ante cortes internacionales a la espera de que sus decisiones velen por la protección y garantía de los derechos humanos. Estas premisas concuerdan con la advertencia que ya hacia Böckenförde (Böckenförde, 1993), y es que es irrebatible que la eficacia de los derechos tiende a expandirse, por lo que no depende exclusivamente de las decisiones o estipulaciones del mero proceso político democrático, así como este proceso tampoco depende llanamente del Congreso.
Sin embargo, no se trata de que las cortes tomen una posición “activista”, cuando esta posición es apenas necesaria frente a la lectura que arroja determinado contexto político. Es obvio que en los países donde existe una garantía mínima de derechos, una clara división de poderes y una funcionalidad orgánica dentro de su estructura estatal, las cortes tomen una posición conservadora y deferente con otros órganos de carácter político. Se hace hincapié en que esta realidad difiere ampliamente de contextos del sur global, por lo que no se puede imitar posturas positivistas descontextualizadas de los desafíos de nuestro tiempo y de nuestra propia historia, la historia de un continente de tan solo 200 años en contraste con civilizaciones de 3.000 años de antigüedad, como la europea.
El resultado de nuestro constitucionalismo no puede ser otro intento de clon europeo, como ha sucedido con diversas disciplinas. Se requiere de una nueva ruta de transformación y apropiación autóctona en la integración de la realidad política y jurídica que por antonomasia se aparta a la de otras latitudes. En este sentido, no tiene cabida una recolonización voluntaria por parte de mimetizadores que intentan destruir o minimizar la identidad que empieza a construir con sus propios aciertos y desaciertos la joven Latinoamérica.
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