27 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 24 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Corte y Recorte

La inmunidad parlamentaria

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Óscar Alarcón Núñez

 

Los congresistas tienen sus privilegios. Y eso no es de ahora, sino desde los inicios de la República. A ellos antes no se les podía detener, porque se requería que les levantaran la inmunidad. Esa prerrogativa la tenía quien se desempeñaba como tal, pero los suplentes lograban burlar la norma al ingresar por unos días para alegar que contaban con el mismo privilegio. Así sucedió con Pablo Escobar, que no era principal, sino suplente.

 

La inmunidad parlamentaria, en la Constitución de 1886, se consagraba durante el tiempo de sesiones y 40 días antes y 20 días después. ¿Por qué ese tiempo extra? Porque se calculaba que esa era la duración del viaje para llegar a la lejana Bogotá y regresar a su provincia, tomando una lancha por el río Magdalena. El avión no existía en aquellos años.

 

La inmunidad no estaba establecida para beneficiar a los congresistas, sino en favor del Estado, para que los legisladores pudieran concurrir a las sesiones y asistir libremente a las mismas sin que cualquier juez pudiera impedírselo, ya que en ese entonces se decía que un “auto de detención no se le niega a nadie”.

 

Como ya se anotó, la norma se prestaba a burlas, entre principales y suplentes, y por eso el constituyente de 1991 acabó con ella y determinó que cualquier juez no podía proferir una medida de aseguramiento contra un congresista, y menos juzgarlo, sino que la competente era la máxima autoridad judicial del Estado: la Corte Suprema de Justicia. Qué mejor que fuera ese tribunal el que tuviera esa atribución. Pero ahora resulta que no. Los congresistas prefieren que los juzgue un juez de inferior categoría y, para burlar la norma, renuncian a esa condición.

 

Y además a los fallos penales de la Corte Suprema de Justicia les crearon una doble instancia. Algo totalmente distinto de lo que había establecido el constituyente de 1991, quien pensó que un fallo de ese máximo tribunal era verdad sabida y buena fe guardada.

 

Pero esos buenos propósitos los empañaron sus propios magistrados al comenzar a negociar, algunos de ellos, no todos, los fallos, dando lugar a lo que se le ha llamado, con mucha gracia, “El cartel de la toga”.

 

Quién se iba a imaginar que un magistrado de la Corte se prestara a esa clase de triquiñuelas. Hasta un expresidente de ese tribunal está sindicado. No lo han podido detener. No está encanado, sino en Canadá.

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