La empresa ante el Derecho Internacional: nuevos horizontes
Sebastián Mantilla Blanco
Investigador posdoctoral Universidad de Bonn (Alemania)
A primera vista, las actividades de la empresa privada no parecen ser una inquietud natural del Derecho Internacional. Dentro de la concepción estatista prevalente hasta comienzos del siglo XX, el Derecho Internacional solo amparaba a los particulares -personas físicas o jurídicas- a través del vehículo, mediato, de la protección diplomática. Este mecanismo permite a los Estados presentar reclamaciones por el trato internacionalmente ilícito de sus nacionales, bajo la idea, comúnmente atribuida a Emer de Vattel (1758), de que el daño irrogado a un particular quebranta indirectamente los derechos de su Estado de origen.
Los tratados de derechos humanos de la posguerra superaron esta lógica estatista, protegiendo al individuo de manera directa, inclusive frente a su propio Estado de origen. El Derecho Internacional no tardó en extender su protección directa a la empresa. Un ejemplo paradigmático es la protección del derecho a la propiedad de las personas jurídicas prevista en el Protocolo Adicional 1 al Convenio Europeo de Derechos Humanos (1952). Por esa misma época, nuevos acuerdos de amistad, comercio y navegación de EE UU empezaban a poner énfasis en la protección de corporaciones. Con la celebración del primer tratado bilateral de protección de inversiones (TBI), entre Alemania y Pakistán (1959), comienza a formarse una red cada vez más densa de acuerdos internacionales que protegen al inversionista extranjero y le conceden la posibilidad de iniciar un proceso arbitral contra el Estado. Dentro de estos esquemas, la empresa aparece ante todo como beneficiaria. Se habla de derechos, pero no de obligaciones.
La última década ha sido el escenario de una nueva tendencia hacia el reconocimiento de la empresa privada como sujeto de obligaciones. Hace pocos meses, en Nevsun Resources c. Araya, la Corte Suprema de Canadá marcó un hito, al encontrar que una compañía canadiense podía incurrir en responsabilidad por violaciones de normas consuetudinarias de derechos humanos (párrs. 113-114). El caso se refería a vejaciones sufridas por trabajadores mineros en Eritrea, quienes, como parte de su servicio militar, debían participar en la explotación de minas operadas por una subsidiaria de Nevsun (párrs. 7 et seq.).
Este espíritu de cambio también se constata en algunos laudos dictados por tribunales de inversión. En David Aven c. Costa Rica (2018), por ejemplo, se encontró que un inversionista extranjero puede ser sujeto de obligaciones medioambientales bajo el Derecho Internacional, obligaciones que pueden hacerse efectivas mediante una demanda reconvencional (párrs. 737-738 y 742). Esa decisión se suma al caso Urbaser c. Argentina (2016), donde los árbitros rechazaron la “posición principista” de que una compañía privada no puede tener obligaciones bajo el Derecho Internacional, particularmente en materia de derechos humanos (párrs. 1193-1999). En la práctica, el problema está en identificar una obligación internacional cuyo destinatario sea el inversionista. Así, en el caso Urbaser, no se demostró que el inversionista fuera responsable bajo el Derecho Internacional por la garantía del derecho humano al agua en su zona de influencia (párrs. 1206-1210).
Estas decisiones no son hitos aislados, sino que se enmarcan dentro de iniciativas globales dirigidas a asegurar el respeto de los derechos humanos en el contexto de actividades empresariales. Los ejemplos más representativos son los “Principios Rectores sobre las Empresas y los Derechos Humanos” (Ruggie Principles) y las “Líneas Directrices de la OCDE para Empresas Multinacionales”. En ellos no solo se postula la responsabilidad de la empresa por el respeto a los derechos humanos, sino que además se establecen estándares de debida diligencia, por ejemplo, respecto de las actividades de sus proveedores.
Estos desarrollos han tenido acogida en la jurisprudencia constitucional colombiana. En la Sentencia SU-123 del 2018, la Corte Constitucional reconoció el papel que juegan los estándares de debida diligencia previstos en estos instrumentos para la garantía del derecho de las comunidades indígenas a la consulta previa (párrs. 13.1-13.9). En la misma sentencia, la Corte afirmó: “Las empresas tienen ciertas obligaciones frente a los derechos humanos, que no son equivalentes a las de los Estados pero que distan de ser menores e irrelevantes” (pár. 13.1). También consideró estos estándares en la Sentencia C-252 del 2019, al declarar exequible el artículo 11 del TBI Colombia-Francia, que se refiere a la “responsabilidad social corporativa” (párrs. 327-329).
Actualmente, la comunidad internacional busca que estos estándares pasen de ser meramente voluntarios (soft law) y lleguen a ser vinculantes (hard law). En Alemania, se está analizando la posibilidad de imponer a las empresas obligaciones legales de debida diligencia respecto de su cadena de suministro, enfrentándose a sanciones si sus proveedores en el extranjero incumplen estándares mínimos de derechos humanos. En el seno de las Naciones Unidas se discute un “proyecto de instrumento vinculante sobre empresas y derechos humanos”, que prevé mecanismos innovadores para hacer efectiva la responsabilidad de la empresa en esta materia. Finalmente, algunos tratados de inversión recientes, como el TBI Marruecos-Nigeria (2016), consagran deberes a cargo del inversionista en materia medioambiental, laboral y de derechos humanos (art. 18).
El Derecho Internacional se acerca decisivamente al reconocimiento de la empresa privada como sujeto de ciertas obligaciones. Esta tendencia invita a las empresas a prepararse, adoptando voluntariamente los estándares desarrollados por organizaciones como la Ocde y las Naciones Unidas. En esta materia, nadar contra la corriente no denota fuerza, sino terquedad.
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