26 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 11 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

La justicia en Simone Weil

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

 

Albert Camus se refería a Simone Weil “como la más genuinamente espiritual de los escritores del siglo XX”. La cita es muy socorrida, porque ayuda a entender las complejidades de Weil, una mujer que no era fácil de encasillar: judía de nacimiento y luego conmovedoramente cristiana, se movía entre la filosofía y la mística (dos direcciones aparentemente opuestas del “espíritu”), en un discurso que desconcierta e ilumina al mismo tiempo. 

 

En una hermosa meditación sobre el “amor al prójimo”, Weil nos presenta una pequeña y poderosa teoría de la justicia. Arranca con el “realismo” de la Grecia clásica: la “justicia”, en realidad, no existe. Cuando dos personas tienen una asimetría de poder, la “justicia” apenas consiste en la imposición de la voluntad del uno y en la aceptación servil del otro. Y esta es una “ley natural”, es decir, algo necesario: el poderoso siempre tenderá a imponer su voluntad en la relación asimétrica y ese resultado será “justo”. Los débiles seguramente se quejarán de este arreglo, pero los realistas advertirán que “harán lo mismo cuando tengan poder”.

 

Pero también hay relaciones igualitarias o simétricas. Dice Weil: “Cuando dos seres humanos tienen que resolver algo y ninguno tiene el poder para imponerse al otro, tienen que llegan a un entendimiento mutuo. Y allí se consulta la justicia, porque solo la justicia tiene el poder de lograr que dos voluntades opuestas coincidan”.

 

Pero el problema permanece: ¿cómo ser justos en condiciones de desigualdad o estados condenados a mantener las jerarquías sociales? Aquí se necesita, dice Weil, un poder “sobrenatural”. El “poder sobrenatural” al que invita Weil es a renunciar a actuar desde nuestra posición de preeminencia, a renunciar voluntariamente a subordinar a los otros seres humanos incluso cuando podemos hacerlo. El poderoso puede tener el deseo de ayudar al débil, pero lo usual es que sienta “lástima”: la “lástima”, sin embargo, causa todavía más daño al débil. Es muy raro que se ofrezca la ayuda al otro sin lástima. De esta forma el poderoso hace un regalo unilateral que llamamos “caridad”.

 

Dice Weil: “Nos hemos inventado la distinción entre justicia y caridad. Es fácil entender por qué. Nuestra noción de justicia dispensa a los poderosos de la obligación de dar. Si en todo caso uno de ellos lo hace, piensa que tiene el derecho de sentirse complacido consigo mismo. Piensa que ha hecho una buena acción (…). Solo la absoluta identificación de la justicia con el amor hace posible la coexistencia entre la compasión y la gratitud, de un lado, y, del otro, el respecto por la dignidad de la aflicción en el afligido –el respeto que sentirá también el que sufre y todos los demás”.

 

En la ayuda al débil, el acto no debe proceder desde la caridad, sino desde la justicia. Y este cambio posibilita una comunión humana más profunda: “la virtud “sobrenatural” de la justicia consiste en comportarse como si en realidad existiera igualdad en aquellas relaciones desiguales en donde somos más poderosos”. Y así el acto de justicia, de amor por el prójimo, es un acto re-constitutivo de la dignidad de los dos que entran en relación.  La dignidad no es algo abstracto: es una característica concreta de nuestros actos, especialmente de esos que queremos que sean “buenos”. Y el acto justo es aquel que ayuda reconstruir la dignidad del débil (y también la del poderoso). Y una advertencia: los “poderosos” no son los billonarios del mundo, sino los que, en cualquier relación, tienen superioridad relativa frente al otro. Eso hace que todos, dependiendo del contexto, seamos potencialmente “poderosos” o “débiles”.

 

En la Impaciencia del corazón, Stefan Zweig escribió estas palabras: “Existen dos clases de compasión. Una cobarde y sentimental que, en verdad, no es más que la impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la emoción que la causa la desgracia ajena, aquella compasión que no es compasión verdadera, sino una forma instintiva de ahuyentar la pena extraña del alma propia. La otra, la única que importa, es la compasión no sentimental pero productiva, la que sabe lo que quiere y está dispuesta a compartir un sufrimiento hasta el límite de sus fuerzas y aún más allá de ese límite”.

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