La calidad de la democracia en las elecciones del 2022
Diego Eduardo López Medina
Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes
Dicen que Churchill afirmó que la democracia era la peor forma de gobierno, con excepción de todas las demás… Y es que, ciertamente, la democracia es una idea sublime que, sin embargo, puede salir bastante mal si los demócratas no cuidan su calidad.
La calidad de la democracia electoral representativa es multidimensional: en un aspecto crucial, debe producir un grupo de gobernantes que “representen” al cuerpo electoral en su conjunto. La democracia de calidad también debe dar espacio para una discusión pública relevante, profunda y pertinente: idealmente, debe tratarse de una democracia de concepciones bien elaboradas de gobierno y no de meras imágenes. Estas dos cualidades, entre otras, son centrales y han sido bien estudiadas.
Pero hay otra dimensión relevante de la calidad de la democracia, menos estudiada, y que tiene que ver con el tono político y emocional que se forma en la interacción entre candidatos y ciudadanía en la campaña: desde la Atenas clásica y la Francia revolucionaria, se observó rápidamente que la democracia podía ser una forma muy “caliente”, pugnaz y “activa” de configurar un régimen político. Genera una regla de sucesión en el gobierno que, por definición, moviliza a la ciudadanía en su conjunto, con la posibilidad obvia de que las tensiones se extiendan y exacerben a lo largo del cuerpo social. La democracia, pues, tiene el potencial de ser más “caliente” y “emocional” que “monarquías” o “aristocracias”, a saber, regímenes más o menos autoritarios con recambios más controlados y espaciados en el tiempo del gobierno efectivo de los que se excluye al cuerpo ciudadano y sus pasiones políticas.
En Colombia, la calidad de nuestra democracia ha sido frágil en este sentido emocional: como lo reportan diversos historiadores, la época electoral ha sido en el país una época de “emociones tristes” y no de “emociones plácidas” (en una dicotomía del filósofo Baruch Spinoza recientemente reciclada por Mauricio Villegas). Ha dominado el “miedo” a que triunfe el contrincante, o la “ira” si lo hace… El “miedo” siempre radica en que el contrincante que gane me despoje del puesto o de la propiedad, por hablar de dos cosas que parecen ser especialmente frágiles en las transiciones de poder. La resistencia a perder se convierte así en la “imposibilidad” de perder: en estos días, escucho afirmar a conciudadanos, usualmente dóciles y amables, que “no podemos dejar que Petro llegue al poder”, de un lado, y, del otro, “las maquinarias [de Fico, supongo] ya se están moviendo para impedir que ganemos”. El miedo y la ira son preponderantes en este cruce de afirmaciones.
Es cierto que la prensa ha hablado de “fiesta democrática”, pero el aspecto de las actuales elecciones es más bien “lúgubre” y “pesado”. Al hablar con amigos o colegas, hay muy poca discusión de temas o de políticas: la preferencia de voto se afirma más como una “identidad”, una esencia que me separa radicalmente del otro… “¿Cómo puedes preferir a Petro?”, preguntan usualmente en Antioquia, donde parece culturalmente incomprensible votar por un “guerrillero” (porque lo de exguerrillero no se lo conceden siquiera). Con la certeza moral de que mi candidato es el correcto y de que los demás están equivocados, las conversaciones políticas se vuelven duras, implacables, exageradas. Hablar entre opiniones opuestas se vuelve imposible y, una vez que se identifica la diferencia, he visto que gente generalmente afable prefiere callar o retirarse del diálogo. Si alguien propone un “tema” de política pública, la conversación muere por inanición: nadie tiene suficiente conocimiento del detalle e inmediatamente se regresa a eslóganes más genéricos que dividen a los que prefieren la “libertad” (los que miran la sociedad “desde arriba”) sobre los que prefieren la “igualdad” (o los que miran la sociedad “desde abajo”).
También dicen que Churchill decía que la democracia era el sistema en el que, de cuando en cuando, uno tenía que inclinarse respetuosamente ante la opinión de los demás. Esta es la condición emocional necesaria que hace que, de alguna manera, la democracia sea la peor forma de gobierno, con excepción de todas las demás. Ojalá pudiéramos tener elecciones más luminosas, “fiestas democráticas” de verdad, más allá de la retórica vacía de los locutores, sin tanto miedo y sin tanta ira…
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