25 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 18 segundos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Justicia de la Sierra: una meditación sobre la “pobreza” y el “desarrollo”

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

 

En territorios de koguis y arhuacos de la Sierra Nevada, fui con Dani y mis hijos a visitar a una comunidad en Quebrada del Sol. Apenas llegamos al poblado, mi hija de ocho años preguntó: “¿Cuánto cuesta esta casa?”, señalando una de las chozas circulares de la comunidad.

 

Mi amigo Juan Gil, kogui y estudiante de Derecho, pensó lentamente su respuesta, como si algo no encajara: “Una choza no vale, un hombre se demora una semana construyéndola con palma amarga”.

 

La visita continuó. Estábamos sorprendidos de que las cosas no valiesen plata, sino días de trabajo, esfuerzo personal y, muchas veces, comunitario.

 

– “Cuando alguien corta leña, es mejor ayudarlo para que termine más rápido. Él luego también me ayudará”, afirmó Juan.  

Más adelante, nos dijo algo que también nos llamó la atención: “En Santa Marta, cuando no tengo dinero, me devuelvo a la Sierra y se acaba la pobreza”.

 

Y en efecto: una comunidad kogui o arhuaca, con sus saberes ancestrales y su arraigo ecosocial, siembra y cosecha plátano, yuca, ñame, papa amarga; tiene animales domésticos, como gallinas, pavas y cerdos, y caza y pesca cuando lo necesita. Las mujeres hilan, tejen y confeccionan los vestidos. La comunidad ofrece la mano de obra en el campo y en los trabajos arduos de la aldea. Los mamos y otros dirigentes ofrecen orientación, sanación y pacificación. Su inserción en el nicho ecológico les brinda (casi) todo lo que necesitan. Las necesidades se satisfacen con un alto nivel de autonomía, con la capacidad de hacerlo y pensarlo todo en el entorno natural.

 

Esta autonomía se refleja también en la gestión de los conflictos: los grupos de la Sierra hablan de sus diferencias, las investigan en comunidad, indagan por el contexto más amplio de la injusticia, no solo qué le pasa al individuo, sino qué ha ocurrido en la comunidad, con el linaje de los afectados, con las relaciones más amplias.

 

- “Un conflicto de dos afecta a toda la comunidad”, me dijeron.

 

El conflicto es físico, por supuesto, pero tiene también una causa “espiritual”. En respuesta, pues, la comunidad entera habla del conflicto, les permite a los disputantes que expliquen sus razones y, luego, le dan una oportunidad al “culpable” para que reconozca y restablezca la convivencia maltrecha. No solo se repara el daño, sino que se invita a reconstruir la mutua disposición espiritual que colorea las relaciones. La reparación es, por eso, secundaria al mantenimiento de la buena disposición social que se logra con técnicas de reflexión, meditación, enfriamiento del conflicto y aceptación de la responsabilidad cruzada. Los disputantes, de hecho, tendrán que seguir la densa vida en común, sin poder alejarse o distanciarse. El vínculo maltrecho se tiene que restablecer y eso solo se logra a través de una justicia “cálida”, que permita contextualizar los hechos, justificar parcialmente los actos: observé, por ejemplo, que las imputaciones por dolo son, después de la intervención comunitaria, frecuentemente reducidas a “culpa” o “caso fortuito”, mientras que, entre nosotros, preferimos más bien “escalar” la gravedad del título de imputación. La reducción de la calificación de la intención reduce las tensiones y abre el espacio para un entendimiento entre las partes.

 

La llegada del “desarrollo” es, por eso, intimidante: la energía eléctrica o el agua hay que “pagarlas”. Y un “pago” debilita la fortaleza de unas relaciones no monetizadas. El desarrollo, curiosamente, los hace más “pobres” al causar la necesidad de conseguir dinero.   

 

Otro tanto ocurre con la “justicia estatal”: los conflictos se investigan como lo exige la “sociedad mayoritaria” y hay una persona que gana y otra que pierde. Estas respuestas jurídicas buscan resarcir el daño, pero no restañar el vínculo. No se examinan las relaciones sociales de la comunidad, ni se tiene en cuenta la historia amplia de los entrecruces de los disputantes y sus familias. Se pierde así la posibilidad de desescalar el conflicto a través de la “compensación de culpas” o por medio de una mirada flexible y estratégica del reproche subjetivo.

 

La llegada del “desarrollo” no es tal… La llegada de la energía eléctrica obliga a pagarla para, finalmente, alimentar un estilo de vida que no es propio. Y la justicia del Estado es buena para reprochar y castigar, pero no para restablecer la convivencia.

 

Un abrazo a Juan, a su familia; a su suegro, Mauricio; saludo fraternal a Danilo Villafaña, a Rogelio Mejía, a Daniela Balaguera y a las comunidades de Quebrada del Sol y de Kankawarwa. Gracias a todos por dejarnos aprender de la Sierra viva (corazón y sangre) donde arhuacos y koguis respiran.

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