Independencia (o no tanto)
Maximiliano A. Aramburo C.
Abogado y profesor universitario
Cuando yo era estudiante, se hablaba de un examen mítico: un preparatorio de derecho público que tenía un solo enunciado y 24 horas para darle respuesta: “Cree el departamento de Urabá”. Recordé ese examen que nunca vi, porque ha surgido nuevamente la especie de la independencia de Antioquia, otra vez con la idea –¿pesca de arrastre?– según la cual a este departamento se unirían otros, en un afán de superar un centralismo casi siempre adjetivado. Esta vez el acicate ha sido el resultado de las recientes elecciones presidenciales, en las que los habitantes de este departamento habrían votado de manera mayoritaria –en una interpretación a la que, al menos, cabe hacer algunos matices– por un candidato diferente del que resultó ganador. Que eso sea suficiente para el “grito de independencia” que circuló por las redes sociales ya es bastante discutible, pero quiero partir de allí para plantear otra cuestión.
Un “grito de independencia” en invocación del derecho natural y basado en una “autodeterminación mayoritaria”, según se lee en uno de los documentos anónimos (y apócrifos) que despierta sensiblerías patrioteras, no parece ser un punto sensato de partida, por, mínimo, una razón elemental. Nadie ha definido qué es lo que quiere “autodeterminar” ese pueblo antioqueño; tampoco está claro quiénes lo componen; ni cuál es el territorio preciso cuyos habitantes claman autodeterminación; ni parece haberse demostrado que el objeto de tales decisiones esté por fuera del orden constitucional colombiano, de tal manera que la única forma de tramitarlo sea con un dudoso proceso de independencia política, administrativa y económica.
Tampoco parece que sea racional el uso y abuso de cierta iconografía. Pienso en el sello o escudo del Estado Libre y Soberano de Antioquia de hace más de dos siglos –que tuvo su importancia y no debe olvidarse– que acompaña algunas de las proclamas; o en las representaciones de una bandera con cruz de Borgoña en verde y un águila negra en medio (¡ay, la simbología…!) que ha aparecido en algunas de esas pretensiones que, por ahora, parecen no superar las barreras de las redes sociales. Ni me parece nada claro que estas pretensiones tengan nada en común con los independentismos de Cataluña o el País Vasco, muy a pesar de los vínculos genealógicos de algunos apellidos de esta región. Sobra decir que la cuestión lingüística no pinta nada en nuestra ecuación.
Quizás con cifras en mano habrá argumentos que respalden la idea de que Colombia le sale a deber a Antioquia. Pero aun si fuese cierto, sería un argumento baladí, si pensamos en el principio de solidaridad. Y, además, me temo que ocurriría igual con los 32 departamentos y no están los tiempos de la globalización para 32 nuevos microestados insolidarios, que en el mejor de los casos estarán en vías de desarrollo. Tal vez, sea al contrario y las cuentas alegres del secesionismo contemporáneo hacen inviable el proyecto, como sostuvo Lleras Camargo –según el libro del fotógrafo Guillermo Angulo– cuando empezó a hablar de “Chía Federal” para evidenciar lo que consideraba un absurdo de los independentistas de mi terruño hace unas cuantas décadas.
Pero no todo son nubes negras. Con buena suerte, este tipo de movimientos pueden constituir un impulso para desarrollos territoriales menos espectaculares, pero más elaborados. Hay una academia muy seria (pienso como ejemplo en Liliana Estupiñán Achury o Julián López Murcia, por citar solo dos) y avezados líderes de lo público que llevan años trabajando en estos temas a los que el nuevo aire político podría resultarles favorable. Ojalá.
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