26 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 13 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

El buldócer que amenaza con arrasar a la justicia

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

 

Hay un caso penal circulando por cortes y juzgados que amenaza con causar un profundo daño a la justicia en Colombia. El caso lo ha conocido la Corte Suprema de Justicia, la Fiscalía General, un juez penal municipal en función de garantías, otro juez penal de circuito, un tribunal superior en funciones de jurisdicción ordinaria, un tribunal superior en función de juez de tutela y la Corte Constitucional. Todos son, según nos dicen, un desastre. Deberíamos hacer un seguimiento ciudadano y académico a ese caso para saber quién dice la verdad (no tanto si se cometió el delito que se investiga –que también importará en su debido momento–, sino más bien sobre si ese caso está teniendo un tratamiento compatible con la ley y la garantía de debido proceso).

 

En su excelente e irónica novela La casa lúgubre, Charles Dickens habla del “distinguido abogado, cuya especialidad consiste en anonadar con sus lúgubres sarcasmos a todo el que se opone a su causa…”. Pero tiene que haber algo más que sarcasmos de abogados interesados.

 

Dos versiones de la justicia

 

Hay una descripción posible de la función de la justicia: la gente tiene conflictos que no puede resolver directamente y acude ante un tercero, en una relación tríadica, para que esa persona (a la que le concedemos autoridad y fuerza para hacer cumplir sus decisiones) nos ayude a decidir la controversia. Esta intervención es sana, porque impide la violencia directa y la prolongación eterna de la discordia social. A ese tercero, aunque sabemos que es humano, lo creemos con el suficiente conocimiento, experiencia y ecuanimidad para fallar el caso razonablemente. No es Dios, no logrará saberlo todo, pero tiene herramientas para tomar decisiones con las que podemos vivir razonablemente. La decisión no gustará a todos, eso es seguro, pero la sociedad respaldará las decisiones que no parezcan ser grotescamente erradas o viciadas.

 

Pero existe otra versión de la justicia mucho más desengañada: los seres humanos que ejercen esta función nunca llegan a tener, en la práctica, el nivel de ecuanimidad que se requiere para la toma de decisiones razonables. Los seres humanos tenemos “sesgos”, e incluso prejuicios, cognitivos, morales y políticos, y esos sesgos son los componentes fundamentales en la toma de las decisiones. Por tanto, las decisiones judiciales son parte de la lucha política generalizada. Si hay “warfare” (guerra), también hay “lawfare” (guerra jurídica, incluso persecución judicial): el Derecho, si mucho, es la continuación de la política y de la guerra misma por otras vías.

 

Cuando los litigantes adoptan esta segunda teoría, de que el Derecho es “lawfare”, se pierden muchas de las restricciones que enmarcan el litigio. El Derecho se vuelve una urdimbre confusa, en una enredadera de zarzamora (según una comparación de Llewellyn) donde dudas y anticipaciones de cabildeo, de posicionamiento estratégico y de alianzas políticas parecen predecir el resultado. El Derecho no ilumina el caso para tomar la decisión, sino que se restringe a ser otra forma de ejercicio del poder para beneficiar a unos y para sancionar a otros.

 

Para esta última teoría, pues, la decisión de la Corte Constitucional en el caso de mientes (Sent. SU-388/21, M. P. Alejandro Linares Cantillo) no es nada menos que una “monstruosidad”, “es uno de los casos más aberrantes”. Para otros, la decisión de los fallos se averigua conociendo no los argumentos jurídicos que se tratan con cierta displicencia y mofa, sino dónde estudiaron, cuáles eran los círculos sociales y de quién eran compañeros los magistrados.

 

Pero la decisión no es “monstruosa”, ni los votos individuales de los magistrados fueron crudamente determinados por el lugar donde estudiaron el bachillerato o la universidad: se trata, de la forma más sencilla, de la posición en la que uno de los litigantes se puso a sabiendas y que exige determinar la cuestión de cómo se sigue un proceso penal acusatorio ante la Fiscalía que se inició bajo otro conjunto de reglas ante la Corte Suprema de Justicia.  En este caso, como en muchos otros, hay consideraciones y argumentos en contraposición y, de hecho, debe fallarse en un campo complejo de política procesal y penal donde los diversos argumentos de las partes son atendibles. Eso es lo que deberíamos estar discutiendo: pero la gente ya habla, siguiendo el tono de los juristas involucrados y del periodismo investigativo, de las inquinas, odios y rencores de los jueces y cómo estos son los verdaderos determinantes de las decisiones.

 

Distintos argumentos

 

De esta forma, denunciantes, denunciados y medios de comunicación se han enredado en afirmaciones cruzadas que, más allá de sus propias verdades, desacreditan todo el sistema de justicia en Colombia. Unos prefieren tal o cual foro, porque este sí es “justo” y los otros lo rechazan, con idéntica fuerza, porque para ellos está irremediablemente “prejuiciado”; para unos, unos magistrados son verdaderos juristas y los otros son meros agentes interesados del poder; para los otros, el diagnóstico se invierte, y así, entre afirmación y afirmación, el bulldozer arrasa con la confianza en la justicia.

 

Ellos ganarán (o perderán) el caso, no lo sé: pero nos dejarán destruida la ruta. Dicen que litigan por los derechos de todos, pero esta afirmación es falsa: ninguno de nosotros (con la excepción quizás de congresistas y otros aforados constitucionales) estará en la posición de escoger estratégicamente su juez natural, ni de pelear de forma tan frentera con los jueces (a los que debemos respeto y donde su autoridad se impone) ni tampoco pelean por todos, entre otras cosas, porque las decisiones de este caso están en un contexto tan excepcional, circunscrito al enjuiciamiento de aforados en una sucesión de leyes en el tiempo, que el valor de precedente está muy limitado como para influir de manera concreta en “los casos pequeños”, los que nos interesan al resto de los mortales.

 

Para los litigantes corrientes, la peor estrategia siempre es ofender o enemistarse con el juez. Mientras los políticos (y sus abogados) tengan esta oportunidad de “forum shopping” ideológicamente agresivo, el enfrentamiento político por la Fiscalía General y por la Corte Suprema será inevitable en el tiempo y sacará definitivamente a esas instancias judiciales del entorno y del ambiente de ecuanimidad y respeto en que deben funcionar.  La selección de jueces y de Fiscal será irremediablemente parte de la polarización política del país.

 

Debido proceso

 

En casos de presunta responsabilidad penal, los ciudadanos nos enfrentamos a un aparato de investigación y acusación frente al que debemos responder: el debido proceso no consiste tanto en minar o socavar su competencia, sino defenderse honorablemente para aclarar la propia inocencia, o los límites de la propia responsabilidad, en el “day in court”. En el caso de marras, el “debido proceso” se ha convertido en una danza larga y fatigosa que busca evitar el “day in court”. De las sospechas contra los jueces tampoco ha quedado nada particularmente sólido, tan solo afirmaciones ambiguas para herir, pero cuidadosamente medidas para que no lleguen a calumniar. No está quedando tampoco un diagnóstico compartido de disfunción de la justicia que nos lleve a pensar en políticas judiciales: tan solo una aparente “crisis” en la justicia, una crisis de conveniencia según los resultados de algunos casos. El jueguito del forum shopping de congresistas y aforados debe ser cerrado y esa es una cuestión de gran importancia constitucional. Ellos, como los ciudadanos de a pie, tenemos derecho a un juez natural, pero no a escogerlo según nuestras conveniencias. 

 

En la ciudadanía, mientras tanto, este espectáculo genera enorme apatía y cansancio: no se está apelando a la opinión pública que en realidad no parece estar informada de los detalles del caso, sino que se está dejando sembrada, de manera sistemática, la duda sobre la honorabilidad de la justicia, sin diagnósticos claros ni soluciones concretas. En nuestros casitos pequeños, sin importancia, donde no hay gente tan encumbrada, empezaremos a decir lo mismo, aunque solo sea por emulación: que los jueces están viciados ideológicamente y que no nos merecen respeto.

 

Y es por eso, queridos lectores, que el gran caso penal del que hablo amenaza con arruinar a toda la justicia. Los casos grandes, de gente importante, usualmente no hacen jurisprudencia. Un caso no es la evidencia de la crisis, especialmente cuando la crisis de la justicia no está en sus altas cortes, sino en el servicio ciudadano de rutina.  Y, finalmente, los grandes hombres de la política y del Derecho deberían tener cuidado con la manera como, con sus grandes intereses, entran a demeritar un servicio público que todos los demás también necesitamos.

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