27 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 4 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Hacia una jurisprudencia terapéutica

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

 

Cuando la gente tiene un problema jurídico le pasan varias cosas. De un lado, está la disminución del goce de un derecho. Pero el “problema jurídico” manifiesta, en segundo lugar, una dimensión afectiva y emocional. Frente al conflicto que “padecen” nuestros clientes, la percepción de malestar, distancia, enfado, discordia y enemistad es frecuente y pesada. Del problema se desprende una energía emocional “negra”: en consulta he oído hablar de una cliente que pide ayuda con “un dolor de cabeza” que tiene. Los consultantes tienen buenas razones para estar seriamente preocupados.

 

La respuesta emocional frente a la injusticia es amplísima. Por el lado de la reacción “en caliente”, hay rabia, enfado e ira y la gente dice sentirse brava, enojada o “verraca”; por el lado de la reacción más “fría”, aparece la indignación, el rencor y el resentimiento. Las personas en conflicto también reportan tristeza, desencanto y sentimientos de traición y ruptura de la confianza. Estas emociones constituyen evaluaciones de su situación y predisponen para emprender actos en búsqueda de la justicia. Entre más fuerte la “afectividad” que se manifiesta, mayor predisposición a actuar para corregir el problema.

 

Las personas también expresan emociones negativas en contra de quien se ha comportado injustamente. Hablan de su ambición, su indiferencia, su desconsideración, su negligencia, su estupidez, su desfachatez, su maldad, la ilicitud de sus actos, la injusticia de su proceder, etc. Los juicios de valor negativos (incluyendo las descalificaciones y las ofensas más procaces) aparecen con relativa facilidad en la consulta: “¡Es que ese tipo sí que es malo!”, me dijo una clienta al evaluar la personalidad de su némesis, no sus actos concretos; otro, con evidente ironía, se refirió a “ese señor, ¡si es que se le puede llamar ‘señor’!”. La contraparte puede ser incluso despersonalizada para mostrar la superioridad moral y normativa del reclamo propio: “el monstruo ese!”, “la tipa esa!”, para solo traer dos anotaciones de mi cuaderno de consultas.

 

A esta forma de preocupación o de tensionamiento anímico y corporal que genera el conflicto se le ha dado el nombre de “estrés de origen psico-social”. Las emociones dispersas van consolidándose en un cuadro de estrés que puede ser más o menos intenso, más o menos duradero. El conflicto afecta el complejo integrado mente-cuerpo, generando las emociones corporalizadas del estrés. En casos más graves, el conflicto puede generar también un síndrome de estrés postraumático, o en la versión más social del fenómeno, un síndrome de amargura postraumática cuando se agotan definitivamente los recursos para atender o asimilar la injusticia. La frustración y la pérdida se petrifican en sentimientos de amargura y desconfianza social que se tornan permanentes, incapacitantes y de difícil manejo.

 

El manejo del estrés es tan importante como el manejo del aspecto estrictamente jurídico del conflicto, pero este tema recibe poca atención explícita en el Derecho. “Los abogados no somos sicoterapéutas”, me dijo un estudiante el otro día. La cuestión es que sí lo somos. En el modelo transaccional del estrés de Richard Lazarus y en la terapia cognitiva de Aaron Beck, el estrés se interviene de una manera doble: reevaluando el estresor (el conflicto) bajo una mirada más realista para “des-catastrofizarlo”; en segundo lugar, reevaluando las posibilidades de afrontamiento y solución. Los clientes llegan con problemas muy grandes y recursos de solución muy pequeños. Lo que hacen los abogados, quiéranlo o no, es ofrecer un plan de afrontamiento de la injusticia donde el problema parece un poquito menos grande y la ruta de tratamiento algo más clara y posible de llevar a adelante. Con estos dos gestos, los clientes reducen su ansiedad. En la consulta es fácil escuchar cómo los clientes, literalmente, botan el aire con alivio en el momento en que el panorama se vuelve un poquito más claro y menos amenazante. Es posible ver como se dis-tensionan de cuerpo y mente…

 

En muchos casos, de hecho, la intervención sicosocial del abogado puede terminar siendo su principal aporte al cliente, ya que no todas las injusticias se pueden reparar fácil o rápidamente. En estos casos los abogados mostramos que el conflicto también puede manejarse a pesar de que los recursos de afrontamiento no sean jurídicos. Les explicamos a los clientes los problemas de costos, tiempos, pruebas, etc., que hacen la vía jurídica excesivamente costosa o contraproducente. Este resultado negativo puede también ser un plan adecuado que reduzca la ansiedad. No reestablecimos el derecho, pero sí dimos herramientas para asimilar y transformar la injusticia y continuar con la vida.

 

¿Qué los abogados no somos sicoterapistas? La palabra “terapia” viene del verbo griego therapeuin: tratar, cuidar, ayudar, aliviar. Del verbo viene el sustantivo therapeia que los diccionarios traducen, sencillamente, como “tratamiento”. Y si los abogados somos especializados en el tratamiento de las personas en conflicto, no hay forma que no seamos sus terapeutas, sus cuidadores y, con frecuencia, su principal recurso para la disminución de su ansiedad y estrés de origen sicosocial.

 

En los consultorios jurídicos, de otro lado, la sicología que estoy oyendo con más frecuencia es una que busca proteger a los estudiantes del trauma que puede ocasionarles los problemas de los clientes. Esta es una estrategia que invita a cerrarnos y a protegernos. Yo creo que es equivocada y que lo correcto sería lo contrario: abrirnos sin tanto miedo y comprender cómo nuestro trabajo es una forma de entender y ayudar en el sufrimiento de los demás.

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