Días raros
Diego Eduardo López Medina
Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes
Dicen, los que saben, que en algún momento el mundo se empezó a desencantar. Antes, todas las cosas visibles (y muchas invisibles) del entorno natural y humano tenían potencia autónoma de actuar, se les asignaba alma y personalidad. Estas potencias eran “divinas”, atribuidas a dioses por el efecto tremendo de su manifestación. Como no se sabía cómo interactuaban las cosas (física, química, biológicamente, etc.), la gente establecía, con gran imaginación, relaciones entre las almas y las potencias. Crearon una teodicea y también una mítica. Estas narraciones les ayudaban a pretender entender y aplacar el mundo que se manifestaba, con mucha frecuencia, cruel, incomprensible y arbitrario. Muchas de estas mito-poéticas, además, subrayaban la “negatividad” estructural del mundo: la vida toda está llena de sufrimiento y privación.
Muchos humanos posteriores hemos estado lejos de comprender este mundo intensamente sacralizado. El cristianismo hizo también su parte: del paganismo politeísta pasó a un monoteísmo fuerte, donde Dios, aunque creador de todo, era una sustancia diferente a sus criaturas. Para la mayoría de cristianos, Dios es uno solo, pero diferente de todas sus criaturas que, por tanto, no son sacras ni divinas (negación del panteísmo). El mundo tiene origen divino, pero su operación diaria no es divina y manifiesta, más bien, una confrontación permanente entre el principio del bien y el principio del mal (antes de la ponderación). La vida tenía muchas incertidumbres y pocas certezas: la fe (en las religiones del mundo) ofrecía una vía para navegar la absoluta dependencia e indefensión del hombre.
En el siglo XVII los hombres arrancaron (en Bacon, Galileo, Descartes, Leibniz y Newton) la expansión de la comprensión científica del mundo. La “cosa que piensa” (la mente) se lanzó por el camino de medir, cuantificar y entender las leyes de la “cosa extensa” (la materia). En menos de tres siglos este proyecto había descubierto, en lenguaje científico, nuevas formas de conexiones del mundo. En vez de mito-teodicea, la física, la química, la biología, la genética, nos ofrecieron sus explicaciones del mundo. No son totales, pero son potentes: sus hipótesis explicativas tienen enorme capacidad de crear técnicas de intervención en el movimiento concatenado del mundo. Estas técnicas pueden ser usadas consistentemente para afectar las cadenas causales en dirección a lo que nosotros juzguemos que son nuestros intereses.
Pero este giro no fue solo en el mundo natural: en las creencias normativas (que estudiamos los abogados), se llegó a la convicción, primero, que el mundo de las normas no era parte de la naturaleza, y, en segundo lugar, que podía haber una moral bien fundamentada y un derecho comprensible, sin Dios.
Con esta mezcla de ciencia, técnica y secularización normativa, el mundo se desencantó. Ya teníamos una versión de cómo funcionaba y herramientas para intervenirlo. El mundo no era anímicamente “negativo”: era lo que era, y su positividad estaba en describirlo tal cual. El mundo era, simplemente, “positivo”.
Sometidos al mundo natural, las ideas milenaristas y apocalípticas eran cíclicamente comunes. Una pandemia, por ejemplo, con una mortalidad cruel, por fuera del dominio técnico-científico de la época, generaba profundad ansiedad y desconcierto. El sufrimiento inevitable aumenta la sensación de fragilidad y de dependencia. La posibilidad de la muerte se vuelve cercana. El sufrimiento por el miedo a la muerte puede ser, de hecho, una muerte anticipada.
La conciencia intensa de nuestra dependencia re-liga a Dios; es el fermento de la religiosidad y de la espiritualidad. En estos días raros de una pandemia apocalíptica en la época de nuestra tecno-ciencia (muy poderosa y muy limitada, a la vez), se escuchan llamados a reconocer la pequeñez del hombre. El antropocentrismo ha encontrado una barrera irremontable y hay llamados al redimensionamiento de nuestro apetito: frente a Dios, y frente a una naturaleza de nuevo animada por fuerzas y espíritus. Dios no es otra sustancia radicalmente distinta: muchos invocan para que vuelva a estar en el mundo, de una manera más panteísta.
Los modernos-seculares (donde Steve Gates es la caricatura prototípica) aprietan los puños, invierten dinero y confían en que la tecno-ciencia saldrá victoriosa una vez más del desafío. Los demás confiamos en que esto ocurra casi como un misterio sacrificial. Rezamos para que aparezca la vacuna, en la más maravillosa simbiosis psicológico y cultural.
El reencantamiento y la redivinización de la vida tienen también opciones en el lado religioso, narrativas comunes que nos pueden ayudar (o no): la más común es decir que, por nuestra culpa, Dios nos castiga. En mi opinión, poco útil. O podemos invocar a Dios para que nos salve a nosotros; o lo podemos invocar para que salve a toda nuestra tribu, a los que somos comunidad frente a él. Estas conversaciones sociales son intensas. Una religiosidad valiosa, en mi opinión, es la que se mantiene indiferente y serena frente al riesgo propio y actúa con amor y diligencia en el cuidado de los demás. En estos días raros, vale la pena ser sereno y estar valiente. Dios nos mirará de la misma forma como lo miremos a él. Y ello debe ser con valentía, serenidad y solidaridad. Un abrazo a todos en estos días raros.
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