27 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 29 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

La injusticia radical en el nacimiento del cristianismo

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

 

Para leer este artículo no es necesario, pero tampoco está prohibido, “tener fe”. Yo tengo algún tipo de fe en el Cristo, pero no escribí el artículo en postración. Lo escribí, por decirlo de alguna manera, desde el punto de vista externo. No es la verdad, es una elaboración moral que puede ser útil. Sea como fuere, aquí va…

 

La revelación, para los creyentes, de un sencillo hombre de Galilea (un tal Yeshua) como Ha’Mashiaj o el Cristo (el Mesías) pasa por un acontecimiento que es de interés para los abogados.  Yeshua era el maestro y líder carismático de una emergente secta judía en la que enseñaba proféticamente una nueva “palabra”. En este evangelio (“buen mensaje” o “buena nueva”) se subrayaba una religión del amor por el otro, de la entrega y del servicio y se trascendía y criticaba el ritualismo, la rigidez y la rutinización de las creencias del judaísmo ortodoxo de la época.

 

Como lo pintan sus seguidores posteriores, Yeshua era un maestro dulce y amable, que hacía un especial llamado a la vida santa (digna, plena) de muchos grupos y personas que parecían excluidos de la salvación. Frente a los fariseos (cumplidores estrictos de la ley), Yeshua insiste en que la fe abarca a todos y que las prostitutas y publicanos llegaron primero, antes que los señores de la ley, al Reino de Dios. La de Yeshua era, en ese sentido, una secta abierta y pluralista, lo que causó escozor entre un judaísmo que prometía el Reino de Dios a los cumplidores rituales de la ley.

 

Un día, muy joven aún en su magisterio (dicen que el Buda Sakyamuni enseñó 64 años y murió de una indigestión), Yeshua llegó a Jerusalén. Aunque no era monedita de oro (había sido rechazado en Nazaret, por ejemplo), su carisma y mensaje atraían a la gente: los pobladores de la gran ciudad salieron espontáneamente a saludarlo en una verdadera “apoteosis” (del griego, “contarse, llegar a ser un dios”).

 

Según el relato de los evangelios sinópticos, este maestro joven pasa, en apenas una semana, de la apoteosis a morir como el peor de los criminales. ¿Cómo pudo ocurrir esto? Yeshua es originalmente llevado a la corte de los rabinos ortodoxos (el Sanedrín), donde es declarado apóstata y disidente religioso. Posteriormente, los señores de la ley llevan a Yeshua ante los romanos para completar la acusación: la disidencia religiosa implica también un peligro político que debe ser castigado con el ius publicum. Manipulado por ese argumento, Poncio Pilatos ve a un hombre más bien inofensivo y quizás no alcanza a entender las disputas intestinas de los judíos. Con todo, cede a la opinión de los jerarcas religiosos más visibles e impone a este hombre manso una brutal pena.

 

¿Cómo puede un maestro tan dulce ser tratado tan vilmente? En la interpretación sobrenatural, el sacrificio estaba preordenado y solo se estaba cumpliendo con el camino. A mí me parece más hermoso verlo más humanamente: el dolor es tan grande, el sentido de injusticia tan profundo, que hay que reconciliar el homicidio religioso con el proyecto de Dios en la Tierra. En una reevaluación resiliente, la comunidad toma la injusticia como punto de arranque para trascender el trauma y convertirlo en piedra del proyecto religioso en el futuro. De esta víctima inocente, los seguidores tempranos (los “apóstoles”) no recurrieron al sistema legal para encontrar solución, porque el mismo sistema legal había cometido el delito. Los derechos de la comunidad de la víctima fueron buscados de otra manera. La “verdad” tuvo que ver con el anuncio y extensión del mensaje del amor, no con la declaración de quién había matado al Cristo, aunque la voz de la comunidad tuvo forma de contar su versión de la historia en los evangelios y tradiciones de los primeros siglos; la “justicia” nunca fue buscada, como tal: si justicia significa “castigo” y “retribución”, la doctrina del amor se negaba a seguir ese camino; la “reparación”, el volver a estar completo, solo se logró al interior de la comunidad, en la resiliencia, en el sentido de propósito, en la reconstrucción de la vida en común. La ilusión, la sanación y la reconstrucción de sentido fueron tan potentes que la comunidad primitiva habla de la llegada del “espíritu de Dios” en el Pentecostés. 

 

La verdad, la justicia y la reparación son apenas elementos de una sanación más integral que, en últimas, no depende exclusivamente del sistema legal: la promesa que el sistema legal habrá de restablecer la integridad de las personas es excesiva y peligrosa. El derecho formal quizás puede contribuir algo, pero en el fondo se trata de un proceso social, personal y comunitario. Es como una fuerza, es como un espíritu, que invita a seguir viviendo frente a las dificultades más extraordinarias. Y es posible que tengamos a muchos entrabados en el sistema jurídico (ordinario o de paz) y que como sociedad no estemos alimentando lo único que nos salvará, la capacidad comunitaria de regenerar la fuerza y el espíritu de la vida frente a la victimización más injusta. La justicia tiene algo de sicoespiritual: no son solo procesos o sentencias; son disposiciones emocionales, apertura de horizontes y reconstrucción de caminos. Muy poquitos de los “hombres de la ley” se dedican a eso.

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