El “re-direccionamiento” de la hostilidad y de la agresión
Diego Eduardo López Medina
Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes
El pasado 21 de julio, un taxista en Barranquilla atropelló a una mujer de 24 años y a su hijo de dos. Ambos quedaron en delicado estado de salud con traumas y fracturas de los que se han recuperado lentamente, según me informó un conocido de la familia. La Fiscalía le imputó al taxista el delito de “homicidio en grado de tentativa de manera culposa” y pidió una medida de aseguramiento que el juez no concedió, porque, entre otros argumentos, no tenía antecedentes.
Casi dos meses después, el 17 de septiembre, fueron encontrados asesinados en su residencia dos hombres jóvenes (entre 25 y 30 años) que resultaron ser hijos del taxista. La policía reveló que se encontró una nota amenazante donde le advierten que ya asesinaron a los hijos y que ahora seguiría él. La policía fue cauta al relacionar los dos casos, pero esa versión sigue siendo dominante entre la comunidad. La investigación continúa y ojalá pronto entregue resultados claros. Desde esta columna quiero llamar a la Fiscalía, respetuosamente, a que lidere una investigación robusta que aporte verdad, justicia y reparación en estos hechos tan dolorosos. Este caso es vital para nuestra sociedad por las lecciones que deja.
Los sicólogos Carl Hovland y Robert Sears relacionaron, para el periodo entre 1882 y 1930, una correlación entre el precio del algodón y el número de linchamientos en el sur de EE UU. ¿Cómo? Encontraron que la baja de precios del algodón estaba correlacionada con un aumento de los linchamientos de personas negras. La hipótesis es que el estrés de la mala economía llevó a que miembros de la clase subordinada “pagaran” por vía del fenómeno de “re-direccionamiento” de la hostilidad.
Barach (biólogo) y Lipton (siquiatra), a partir de la biología evolutiva, muestran que redirigir la violencia contra terceros inocentes fue, en su momento, una respuesta funcional en la lucha por la supervivencia y que eso explica su presencia en muchas especies animales. En especies sociales altamente jerarquizadas (como el Homo sapiens), la víctima de violencia está bajo el estrés sicosocial de ser sojuzgado o subordinado. Bajo este estrés, la reacción funcional, frente a futuros ataques, es mostrar que habrá un costo por su victimización, bien sea a través de la violencia directa contra el agresor (en la retaliación y en la venganza) o, si esto no es posible, contra terceros inocentes. La violencia contra personas cercanas del agresor puede ser vista como una forma de venganza ampliada. La hostilidad también puede ser redirigida contra terceros que no tienen nada que ver con el victimario original. Así la víctima muestra que todavía tiene suficiente capacidad y fuerza para defenderse y que no permitirá ser subordinado en la comunidad. Es una advertencia de que habrá problemas si lo vuelven a victimizar y que la hostilidad se replicará en venganza directa o en el “re-direccionamiento” frente a terceros.
Pero estas respuestas frente a la violencia ya no resultan adaptativas o funcionales. Lo que llamamos Derecho o justicia es un esfuerzo por imponer costos a quien trata de evitar la subordinación social subordinando violentamente a otros. La legítima defensa es todavía excusable, pero la venganza y el “re-direccionamiento” de la hostilidad a terceros inocentes son actitudes tremendamente reprochables y contraproducentes. Ojo por ojo y diente por diente, pero de los ojos y de los dientes de otras personas, más débiles y más expuestas… violencia que genera ciclos de violencia sin fin. Esta sociedad y este Estado tienen que brindarle recursos a la gente para que, frente al sufrimiento que reciben al ser víctimas, puedan seguir adelante con sus proyectos de vida de manera segura, digna y confiada sin tener que recurrir a la violencia frente a otros. Mucho menos frente a terceros inocentes.
Y no se crea que esta historia de la columna tiene que ver exclusivamente con el caldo de cultivo de violencia del barrio La Loma en Barranquilla, bajo la presión múltiple de la pobreza, la degradación ambiental, el desplazamiento forzado de venezolanos, el desempleo, el abandono estatal –cito a un experto que me pidió reserva: “por donde ocurrieron los hechos, no creo que haya mayor voluntad institucional de resolver el caso”-. El problema no es solo de La Loma: en muchos de nuestros hogares, un día difícil en el trabajo se traduce en irritación y falta de empatía en el hogar con nuestros propios hijos o compañeros de vida que resultan en chivos expiatorios de cualquier miseria que nos afecte. El dolor, una vez más, tiene que parar en nosotros.
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