Colusión en pospandemia
José Miguel De la Calle
Socio de Garrigues
Recordemos que la colusión hace referencia a cualquier tipo de manipulación realizada en un proceso de contratación pública y que dicha práctica es tipificada como una conducta contraria a la libre competencia por el numeral 9º del artículo 47 del Decreto 2153 de 1992, norma que prohíbe los acuerdos que “tengan por objeto la colusión en las licitaciones o concursos o los que tengan como efecto la distribución de adjudicaciones de contratos, distribución de concursos o fijación de términos de las propuestas”.
La colusión atenta contra la competencia, al igual que lo hace un cartel de precios, en la medida en que tiene la potencialidad de alterar el resultado de un concurso en provecho ilegítimo de uno o varios de los aspirantes a un contrato, generando un daño en cabeza de los demás competidores, y un daño en el mercado y los consumidores finales. La colusión, como una forma de corrupción, puede llevar al máximo extremo los efectos más adversos posibles de cualquier práctica anticompetitiva, como la reducción de los niveles de competencia, el aumento de precios, la reducción de los índices de innovación y la reducción de la calidad de los productos o servicios.
Las conductas colusivas involucran normalmente a dos o más aspirantes a un contrato y, en ocasiones, a funcionarios de las entidades contratantes. Entre las formas más comunes de colusión están: (i) la simple presentación de varias propuestas por agentes aparentemente independientes, pero que en realidad tienen un acuerdo secreto para actuar coordinadamente y repartirse el contrato, por vía de subcontratación o por algún otro medio; (ii) la presentación de propuestas artificialmente bajas para alterar la fórmula de evaluación, con apoyo en la teoría de juegos; (iii) el compromiso de no presentar oferta, a cambio de una compensación; (iv) la repartición de mercados o el acuerdo de rotarse por periodos o regiones.
Ahora que, con ocasión de la pandemia, muchas entidades han aumentado la utilización de mecanismos virtuales electrónicos para el adelantamiento de procesos contractuales, es importante llamar la atención sobre los riesgos de colusión que pueden exacerbarse por esa razón y sobre las alertas básicas que pueden prender las alarmas sobre una situación de posible colusión. Como lo dice la Guía práctica para combatir la colusión de la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC), existen múltiples indicios al respecto, como el desistimiento inesperado de un proponente, la repetición de errores de ortografía o errores aritméticos en varias de las ofertas, la subcontratación de participantes derrotados, el uso de tipografía similar, la presentación de precios muy bajos o por fuera del presupuesto, entre otras. Ninguno de estos elementos puede dar base suficiente por sí solo para imponer una sanción, pero la sumatoria de pruebas o elementos de juicios puede servir de sustento para una decisión definitiva.
La necesidad de reforzar los esquemas de control en las entidades públicas para prevenir la colusión se conecta directamente con la Ley 2195 del 2022, cuyo artículo 31 impone a todas las entidades públicas, cualquiera sea su régimen de contratación, el deber de implementar programas de transparencia y ética pública, con el fin de promover la cultura de la legalidad y monitorear el riesgo de corrupción. Este deber del lado de lo público también tiene su paralelo en el sector privado, pues el artículo 9º de la misma normativa impone a las personas jurídicas que están sometidas a vigilancia especial del Estado a adoptar programas internos de ética empresarial y transparencia, cuyo contenido deberá ser definido por las superintendencias del respectivo sector.
Ahora el turno queda en cabeza de la SIC, entidad que podrá apalancarse en estas nuevas normas y en su función de abogacía de la competencia, para ayudar a reforzar los esquemas de prevención en el sector público y las empresas frente a este flagelo de la colusión, que afecta tanto a la competencia, como a la sociedad en general.
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