25 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 2 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Atípicos

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Maximiliano A. Aramburo C.

Abogado y profesor universitario
maramburo@aramburorestrepo.co

Conozco la historia de oídas, pues no había nacido cuando ocurrió en la antesala de las elecciones presidenciales de 1970. El presidente de entonces, un liberal cuya figura se pasea hoy por las billeteras de algunos privilegiados, había pronunciado en la capital un discurso que podía interpretarse como un ataque al candidato Rojas Pinilla (o como un favorecimiento a las aspiraciones de Pastrana Borrero). Un ilustre antepasado mío que fungía como Procurador General de la Nación –cargo que se ejercía bajo dirección del gobierno, en los términos de la Constitución de 1886– envió entonces al presidente una comunicación en la que le amonestaba por considerar que eso constituía intervención en política.

 

Sin los focos de los medios masivos y sin las redes sociales de hoy, esa comunicación no podía suponer más que una admonición, pues el funcionario carecía de facultades para investigar y sancionar al mandatario. Ignoro los pormenores del famoso discurso y de la amonestación de mi pariente, pero se cuenta que esta última iba acompañada de la renuncia al cargo, pues el procurador consideraba que el mal ejemplo del presidente podía ser replicado por otros funcionarios y la entidad no podría hacer nada para contener la andanada de faltas disciplinarias. Hasta ahí la historia y ahora la moraleja.

 

En un librito que se publicó tres décadas después de ese suceso, mis profesores Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero definían “acto ilícito” como aquel que se opone a una norma que prohíbe u obliga una determinada conducta. Será acto ilícito típico si es contrario a una regla, y atípico si es contrario a un principio. Los ilícitos atípicos, pues, no son contrarios a regla alguna –ya que “prima facie existe una regla que permite la conducta en cuestión”, dicen Atienza y Ruiz Manero–, pero si se considera la dimensión justificativa y abierta de los principios, puede concluirse que la conducta estaba prohibida. Tales son los casos del abuso del derecho, del fraude de ley y de la desviación de poder. Del fraude de ley, en particular, dicen aquellos autores que es un mecanismo para asegurar la coherencia valorativa de las decisiones jurídicas, y se produce cuando alguien ejerce un poder que sí tiene, para producir un determinado resultado lícito o permitido, pero que, a su vez, está enlazado con otros resultados que sí están vedados. Por eso, otros autores advierten que el fraude de ley consiste en violar una norma imperativa o prohibitiva de manera “oblicua”, a través de un acto que parece permitido. 

 

Volvamos al “mal ejemplo” del presidente en 1970, que, en efecto, se regó como pólvora, y a sus semejanzas y diferencias con las ocurrencias de quienes hoy, en diferentes niveles, consideran que si no hay norma expresa que describa típicamente su conducta y la califique como prohibida, entonces está permitida: se esfuerzan en malabares para caminar por el bordillo y no buscan la luz, sino la inevitable zona de penumbra del lenguaje, conscientes de que los principios… bueno, son abiertos y mientras se resuelve la cuestión ya el efecto que buscaban estará causado.

 

Lleras Restrepo, sabedor de que no estaba subordinado a un poder disciplinario de quien le amonestaba, sabía lo que hacía. También lo saben los que hoy actúan de manera semejante, manejando presupuestos públicos varias veces mayores a los de entonces, con un enorme poder influenciador en las elecciones: derogando normas de la ley de garantías, o jugando a hacer videos para colgar en las redes sociales, diciendo sin decir. La picardía los delata: no es conducta apenas imprudente la de quien conoce perfectamente lo que hace y confía en que la dimensión moral de su conducta será negada a conveniencia. Y así nos va.

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