¿Sanción o instrucción?
José Miguel De la Calle
Socio de Garrigues
En las leyes y decretos que regulan las facultades de los ministerios, las superintendencias y otros entes que cumplen funciones de supervisión o de instrucción para diferentes sectores de la economía, es común ver que se asignen potestades, usualmente de carácter preventivo, para impartir instrucciones u órdenes que tengan como propósito proteger el interés colectivo que subyace a la respectiva regulación.
Últimamente se ha discutido en diferentes trámites el alcance de esas facultades instructivas y la frontera que las distingue de la función sancionadora. En términos generales, las autoridades de supervisión han entendido que el ejercicio de las competencias sancionadoras está claramente limitado a los casos en los que la actuación administrativa tiene por objeto final la eventual imposición de una multa o alguna otra medida previamente clasificada como sanción por la ley (suspensión de actividades, revocatoria de licencia de funcionamiento, cierre temporal o definitivo del establecimiento, etc.).
Sin embargo, es muy importante preguntarse si ese estándar es correcto y suficientemente garantista, pues en muchas ocasiones hay instrucciones que tienen una clara connotación negativa para la empresa destinataria, con implicaciones tan serias o severas que pueden, incluso, impactar su modelo de negocio y tener un efecto más adverso aun que el de una sanción en su sentido literal.
El tema es de alta relevancia, puesto que el procedimiento administrativo que se sigue para impartir instrucciones es el común a que se refiere el artículo 34 de la Ley 1437 del 2011, sin perjuicio de los procedimientos especiales, mientras que la imposición de sanciones se rige por los artículos 47 y siguientes de la misma ley, disposiciones que tienen una visión mucho más enfocada hacia el aseguramiento de las garantías procesales del investigado.
El trámite típico de impartición de instrucciones, aunque también respeta los postulados generales del debido proceso, empieza directamente por la emisión de la orden respectiva, no tiene pliego de cargos (como es obvio, pues no hay una acusación, ni se parte de que se infringió una norma), y en realidad no establece una manera real y efectiva para ejercer el derecho de defensa, pues –en sentido estricto– no hay de qué defenderse. Al tratarse de una simple instrucción, la administración pública se libera de la carga de tener que demostrar la infracción de una norma, pudiéndose limitar a justificar la orden con base en razones de interés general.
Por su parte, el procedimiento sancionatorio comienza con una formulación de cargos que se incorpora en un acto administrativo que debe señalar con precisión los hechos y las disposiciones presuntamente vulneradas, lo que permite el adecuado ejercicio de la defensa.
Es por ello que llamamos fuertemente la atención por la utilización del mecanismo de impartir instrucciones para someter a las empresas al cumplimiento de cuestiones que, si bien no responden formalmente a la naturaleza de sanción, sí lo son en su sentido material, pues implican para el destinatario la obligación de abstenerse de realizar actuaciones que de otro modo estarían amparadas por la libertad de empresa, con efectos tan adversos o indeseados como los que tendrían las sanciones típicas. Además, el estándar resulta siendo tan amplio que por esta vía el supervisor podría terminar coadministrando a las empresas vigiladas.
Siendo así, cabe abrir la cuestión sobre si, en aras de la mejor protección del debido proceso, deberíamos extender la aplicación del procedimiento administrativo sancionatorio a la toma de cualquier decisión por parte de la administración pública que, independientemente de su denominación, tenga o pueda llegar a tener un impacto negativo significativo en la actividad de la empresa destinataria de la orden. De esa manera se recuperaría el justo balance entre la potestad administrativa del Estado y las libertades económicas de las empresas.
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