Lectoescritura
Maximiliano A. Aramburo C.
Profesor de la Universidad Eafit
En La espinosa belleza del mundo, libro recopilatorio de cuentos de Tomás González, se publicó a manera de prólogo una carta de Peter Schultze-Kraft, en la que el alemán señala: “Es un hecho que el idioma nunca se nutrió del mundo amanerado y pretensioso de las cortes ni recibió impulsos del lenguaje torcido y estéril de los abogados y mucho menos de la retórica vacía y mentirosa de los políticos”. El traductor destaca, con el dardo dirigido a nuestra profesión, que el lenguaje se crea y se renueva en la calle y no en los manuales. Esta cuestión no es nueva –la he abordado en esta columna antes– y, aunque se refiere al uso del lenguaje en general, quiero suponer que hay una relación entre la calidad de la escritura de los abogados y lo que acostumbramos a leer.
El tópico dice que leemos mucho, pero no desciende a preguntarse qué es lo que leemos. Nadie ha comprobado, por ejemplo, si los estudiantes de otras carreras leen tanto o más que los de Derecho (lo cual estimo, al menos, probable). Me temo que la cosa no cambia mucho una vez obtenido el título profesional. Evidentemente leemos normas jurídicas, pero quizás no tantas como nos gusta alardear; probablemente leemos menos sentencias de las que quisiéramos. Si solo leyésemos sentencias de la Corte Constitucional, tendríamos que leer muchas cada día para agotar las de un año; así que aun con un criterio temático fuertemente restrictivo, la cantidad promedio de sentencias leídas por semana no es muy alta.
Además, en tiempos de la oralidad, los fallos de primera y segunda instancia ya no se leen (en el peor de los casos, los leen otros en voz alta), sino que se escuchan, al tiempo que jueces y litigantes, de manera casi unánime, reconocen que el rigor de los “nuevos” sistemas procesales les demanda mucho más tiempo de preparación. Es legítimo preguntarse si el tiempo para leer otras cosas –doctrina, por ejemplo– se ha reducido o ha aumentado. En cualquiera de los dos casos, la disponibilidad de materiales en todos los formatos aumenta increíblemente cada día, así que la siguiente pregunta es qué leemos de todo ello; si atendemos a las voces de editores y libreros sobre el descenso en las ventas de la doctrina jurídica nacional: ¿para quién escriben quienes escriben libros jurídicos? ¿Leemos por deber o por placer? ¿Más allá de la lectura “operativa”, lee de Derecho quien se dedica a litigio, la consultoría, la academia o la administración de justicia, o ese tiempo estaría mejor invertido con otro tipo de lecturas? Si esta última fuese la respuesta, el tópico se desmentiría: no leemos por juristas, sino por alguna otra razón.
Asumamos la hipótesis de que no leemos tanto y, por lo tanto, falsamos el tópico. ¿Tiene esto alguna conexión con la calidad y el estilo de lo que, pese a todo, seguimos escribiendo? Si la tiene, podría explicarse que los abogados –no solo en la Alemania de Schultze-Kraft– tengamos un lenguaje “torcido y estéril”, y no debería sernos indiferente que se sostengan cosas semejantes en tantos idiomas y latitudes.
En las últimas semanas he conseguido en las librerías, por ejemplo, cerca de una decena de libros sobre cómo escribir en la universidad, y me he aficionado a ojear –ni siquiera a leer…– libros sobre la escritura no creativa, eso que los juristas creemos que nos brota naturalmente, solo por el hecho de que escribimos a diario y mucho. ¿Sirven esos manuales para algo, o a escribir bien se aprende simplemente escribiendo?
Asumamos la hipótesis contraria: que leemos más –o no menos– que otros profesionales. ¿Por qué los juristas escribimos diferente, entonces? ¿Qué determina que nuestra prosa sea calificada de rimbombante y ampulosa? ¿Está justificada la diferencia –que es optimista calificar como solo de estilo– con lo que escriben otros profesionales? Aventuro una hipótesis: todo ello se debe a la asunción irreflexiva (y antifilosófica) de que somos profesionales del lenguaje, que este se rinde a los pies del Derecho, y por ello no le damos el trato cariñoso que merece.
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