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Actualizado hace 16 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Ámbito del Lector

Ámbito del Lector


¿Por qué se hace necesario un Estado laico en Colombia?

26 de Julio de 2011

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Nota:
28309

Ilustración: Dagoberto

 

En términos políticos, la modernidad se expresa en la consolidación de la democracia constitucional, el Estado de derecho y el reconocimiento de los derechos fundamentales. En esa perspectiva, el hombre ya no es concebido como parte de un orden preexistente al que debe sujetarse para alcanzar un ideal de justicia. Este nace como sujeto y toma un lugar preeminente en la vida social y política, y la protección de sus derechos individuales se convierte en obligación fundamental del Estado.

 

Por eso, una de las principales conquistas de la modernidad es la separación entre el poder público y otro tipo de poderes que, como el de la Iglesia, responden a los intereses de sectores particulares de la sociedad. El reconocimiento de la libertad religiosa es uno de los más sobresalientes hitos en la construcción de las llamadas libertades-liberales y una de las invaluables herencias de la modernidad. En esa perspectiva, el Estado laico es una condición para el ejercicio pleno de la ciudadanía y de los derechos fundamentales.

 

La laicidad del Estado garantiza una superficie de inscripción amplia y abierta para que todos los grupos religiosos puedan profesar sus cultos y difundir sus ideas en un plano de igualdad. Esto supone un concepto de lo público, que se fortalece a medida que aumenta su capacidad para incluir una mayor variedad de sectores. El pluralismo religioso, de esta manera, se convierte en un indicador que permite medir el grado de democratización de una sociedad y de consolidación de sus instituciones.

 

La laicidad del Estado colombiano se desprende del conjunto de valores, principios y derechos contenidos en su Constitución, pues un Estado que se define como ontológicamente pluralista en materia religiosa y que además reconoce la igualdad entre todas las religiones (CP arts. 1º y 19) no puede al mismo tiempo consagrar una religión oficial o establecer la preeminencia jurídica de ciertos credos religiosos. Admitir otra interpretación sería incurrir en una contradicción.

 

Al Estado colombiano le está constitucionalmente prohibido no solo establecer una religión o Iglesia oficial, sino también identificarse formal y explícitamente con una de ellas y por lo tanto realizar actos oficiales de adhesión, así sean simbólicos. Estas acciones del Estado violarían el principio de separación entre las iglesias y el Estado, desconocerían el principio de igualdad en materia religiosa y vulnerarían el pluralismo religioso.

 

Tampoco puede el Estado tomar decisiones que tengan una finalidad religiosa, mucho menos si ellas constituyen la expresión de una preferencia por alguna iglesia o confesión, ni puede adoptar políticas o desarrollar acciones cuyo impacto primordial real sea promover, beneficiar o perjudicar a una religión o iglesia en particular frente a otras igualmente libres ante la ley. Esto desconocería el principio de neutralidad que ha de orientar al Estado, a sus órganos y a sus autoridades en materias religiosas (C. Const. Sent. C-152/03, M.P. Manuel José Cepeda Espinosa).

 

De acuerdo con el Comité  de Derechos Humanos, en su Observación 22, en la que interpreta el artículo 18 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, en los Estados confesionales o cuya mayoría de habitantes conformen una comunidad religiosa predominante, el ejercicio de la libertad de la mayoría confesional o religiosa no deberá constituir menoscabo en el disfrute de los derechos consignados en el Pacto de Derechos Civiles y Políticos para los creyentes pertenecientes a minorías religiosas o para los no creyentes o ateos. Lo anterior significa también el reconocimiento de limitaciones a la libertad religiosa en los derechos y libertades fundamentales de los demás.

 

Ahora bien, alcanzar el desarrollo óptimo de un principio constitucional como el de pluralidad religiosa ha supuesto en nuestro país un proceso lento, difícil, interferido, orientado a romper paradigmas dominantes arraigados históricamente gracias a procesos educativos y culturales precarios, distorsionados, que siguen siendo guiados por los fundamentos de la religión predominante, situación de la cual es responsable principalmente el Estado.

 

En los últimos 20 años, gracias a la tutela y a la labor que a través de ella ha cumplido la Corte Constitucional, este proceso ha empezado a reorientarse, por eso resulta tan peligroso el accionar de funcionarios que, valiéndose del poder a ellos atribuido, intentan desconocer el contenido de las normas y la jurisprudencia, bien sea recurriendo a interpretaciones restrictivas o a alianzas contrarias a derecho con sectores de otros poderes públicos, para vulnerar la Carta Política, proponiendo incluso su reforma en aquellos, puntos que en su criterio contradicen los dictados de su particular modelo moral o religioso.

 

¿Qué tipo de falta se tipifica cuando, haciendo uso arbitrario de las funciones asignadas a una entidad pública, sus funcionarios contradicen lo dispuesto en la Carta Política y en la jurisprudencia constitucional que desarrolla sus normas? ¿No se evidencian allí un abuso de poder, acaso un prevaricato? ¿No se podría denunciar la declaratoria de un impedimento en quien arguye, al tomar decisiones oficiales, la primacía de la “ley divina” sobre la ley terrenal? 

 

Patricia Linares Prieto

Directora del Instituto para la Promoción de la Democracia, los Derechos Humanos y el Desarrollo Social, DHEMOS.

 

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