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Personaje


Ricardo Murcia, el contador de la tarjeta profesional número uno

28 de Febrero de 2011

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Foto: Humberto Pinto

 

Tal vez sea un hábito adquirido y perfeccionado por sus casi 60 años ejerciendo el oficio y la profesión de contador el manejar con prodigiosa memoria cada dato de su vida, la ya vivida y la cotidiana, por medio de los números.

 

Si habla de su matrimonio, el abreboca es numérico: que se casó un 15 de agosto de 1959, que lleva 51 años de casado y que el sobrepasar las bodas de oro conyugales se debe a la inagotable paciencia, la de él y, por supuesto, la de su esposa. En las fotos familiares que gobiernan la decoración de su casa hay muchas que muestran a una pareja en la que la paciencia no ha sido la única causa de su mantenimiento, porque tanto abrazo, sonrisa y besos fotografiados no son cuestión de simple aguante.

 

De su familia, dice con orgullo que nació en una numerosa, de nueve hijos, y ahora disfruta de una también nutrida para los tiempos actuales, de cinco hijos y 10 nietos. Todavía no tiene bisnietos, apunta, con lo que le queda de su ego juvenil. Y cuenta la anécdota de la última fiesta familiar que celebró en su casa de 180 m2, en la que reunió a 180 personas entre tíos, primos de todos los grados, hermanos, sobrinos y demás miembros de su frondoso árbol genealógico.

 

Y de su profesión, la de contador público, la de toda una vida revisando las cuentas de entidades públicas y privadas, le quedaron miles de recuerdos que revela con cara nostálgica y un refinamiento mental por las cifras que ahora ya no enfoca tanto en balances financieros y libros contables, sino en el glucómetro que reposa en su mesa de noche y que le mide el índice de azúcar en la sangre, desde 1998, cuando le diagnosticaron diabetes.

 

El medidor le vive avisando si su sangre está muy dulce, cuando marca un 300, o baja de azúcar, si aparece un 20; y al haber experimentado los dos extremos, dice preferir el nivel alto, por ser más manejable y menos riesgoso para su salud. El glucómetro es el contador del contador.

 

De tanta vida contada más con dígitos que con palabras, no puede faltar la mención al número más particular de todos, al que más ha marcado su vida, al primero de tantos: al uno. Ricardo Murcia Guevara es el contador colombiano con la tarjeta profesional número uno, el primero en haber hecho “la vuelta” ante el Ministerio de Educación por el año de 1962 y haber inaugurado el conteo de estos profesionales.

 

El 1º de marzo del 2011, recibirá una condecoración de la Contaduría General de la Nación, no solo por ser uno de los pioneros de la profesión contable en Colombia, sino por el hecho particular de tener el 1 en su tarjeta.

 

Comienza el conteo

El contador número uno cuenta que no quería estudiar una profesión que requiriera mucho tiempo ni mucha dedicación, sino aprender algún oficio que le permitiera ganarse la vida, de forma práctica. Algo le quedó de su bachillerato comercial, para haberle hecho caso a un volante que le entregaron en el centro de Bogotá, que anunciaba cursos técnicos para ser auditor o contador de empresas. Mostrando, como siempre, su memoria numérica, recuerda que fue en 1952 cuando se matriculó en la Escuela Nacional de Comercio, que en esa época quedaba cerca de la Plaza de Bolívar, en la carrera novena, entre calles décima y once. De su casa a la universidad solo debía caminar siete cuadras. Y por su primer año de estudio superior pagó 14 pesos.

 

Gracias a esas coincidencias afortunadas del destino, tan pronto se matriculó, obtuvo su primer empleo, sin buscarlo, en el departamento contable de la primera aerolínea que tuvo el país: Avianca. Así, muchos años de su juventud los pasó inmiscuido en los números, de día en la Escuela y de noche, en la aerolínea.

 

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El contador uno lleva una vida tranquila, con los únicos números de los que no se ha podido desprender: los de sus reminiscencias.

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Pronto, pasó a la Facultad de Contaduría y Ciencias Económicas del Ministerio de Educación, donde ya no recibiría un título de técnico, sino el título de contador público juramentado que ahora cuelga en el estudio de su casa. Es un pergamino que ya parece fosilizado por lo antiguo y en el que aparece la fecha de grado que él nunca olvida: 25 de noviembre de 1960.

 

Al lado del papiro está el mosaico del grado, en el que aparecen todos sus compañeros de estudio, solo hombres. Era la época en la que las mujeres todavía no aparecían en las fotos de grados universitarios y tampoco en los primeros números de las tarjetas profesionales.

 

Señala con un dedo el destino de buena parte de esos contadores del mosaico: los que siguen siendo sus amigos entrañables, el que tiene la tarjeta profesional número cinco o el que tiene la 10, el que ya falleció, el que fue decano de la Facultad de Contaduría de la Universidad Nacional, los que fueron a la reunión de los 50 años de la primera promoción en el año 2000, los que no, y así sigue resumiendo la vida profesional de muchos de sus compañeros, nombrándolos a todos por sus apellidos que no olvida.

 

Con el grado y su tarjeta 1, llegaron nuevos y mejores cargos, públicos y privados, en entidades ya desaparecidas, como el Instituto Nacional de Tránsito o el Fondo Nacional de Caminos Vecinales, y en otras que siguen reclutando a muchos contadores, como la Contraloría General de la República.

 

Hizo de todo: ser contador, auditor, analista de costos, revisor fiscal y profesor de - no puede dejar de contar alguna anécdota con el dato concreto de la cifra- 1.800 alumnos, algunos que, al igual que él, ya están dentro de la cofradía de pensionados.

 

Cinco, cuatro, tres, dos…

Uno. Ese número en su tarjeta le produce sonrisa y satisfacción. La risa es porque, muchas veces, no le dieron credibilidad a todos los documentos que firmaba. Nadie creía que el revisor o el contador que avalaba el estado financiero o la declaración tributaria tenía la tarjeta 1. Como él mismo dice, si hubiera tenido una tarjeta de dos dígitos, como la 11, le hubieran creído con más facilidad.

 

La satisfacción es solo por el hecho curioso de tener el primer número en su tarjeta, con un número al que le daban poca fe, pero que le representó una vida llena de logros profesionales y económicos. De hecho, la saca sin pensarlo y la muestra con altivez. A estas alturas y por su edad, ya le creen todo. Las pocas revisorías que ahora lleva ya no se las rechazan por el uno.

 

Así, sonriente y satisfecho, vive siempre Ricardo Murcia, en su enorme casa del norte de Bogotá, la que construyó cerca del centro comercial Unicentro, cuando de este no existía ni la maqueta. Compró el lote en 1971, época en la que esa zona era un potrero y él se daba el lujo de comprarles la leche a los finqueros vecinos que ordeñaban vacas.

 

Sin celular, pues los odia; sin internet, que no lo desvela; con pocos lujos, que no lo obsesionan; y con ocios simples, que lo llenan de vitalidad, el contador uno lleva una vida tranquila, con los únicos números de los que no se ha podido desprender: los de sus reminiscencias.

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