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Especiales / Personaje


Fallece Hernando Tapias Rocha, testigo de excepción del holocausto del Palacio de Justicia

18 de Noviembre de 2024

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Fallece Hernando Tapias Rocha, testigo de excepción del holocausto del Palacio de Justicia (CSJ)

Hernando Tapias Rocha, profesor emérito y honorario de la Universidad del Rosario, expresidente de la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia y exmagistrado de las salas Constitucional y Civil de esa corporación, falleció ayer 17 de noviembre, a los 90 años.

El jurista es recordado por ser uno de los sobrevivientes del holocausto del Palacio de Justicia y testigo de excepción de los hechos ocurridos

Tapias Rocha fue rehén y permaneció en un baño entre los pisos segundo y tercero del Palacio de Justicia, durante más de 72 horas, por lo que su testimonio sobre los hechos del holocausto son una pieza fundamental de lo ocurrido. En diálogo con ÁMBITO JURÍDICO, en el año 2005, el exmagistrado entregó un conmovedor relato de la tragedia que marcó para siempre a la justicia colombiana.

“Nos querían matar a todos”: Hernando Tapias

 

Artículo publicado en la edición N° 189 de ÁMBITO JURÍDICO, que circuló del 7 al 20 de noviembre del 2005.

Esa mañana del 6 de noviembre de 1985, salí de mi casa para la Universidad del Rosario. Tenía clase de 10:00 a.m. a 11:00 a.m. Al terminar, me encontré con Pepe Gnecco, magistrado de la Sala Laboral, quien entraba a dar su clase en el salón que yo dejé. Nos saludamos. Fue la última vez que lo vi.

No tenía mayor urgencia de llegar al Palacio de Justicia, pero me fui para allá, porque la víspera hubo reunión de la Sala Civil y se discutió un proyecto al que era necesario hacerle alguna corrección.

Entré al edificio de la Corte Suprema y subí a mi despacho, que quedaba en el tercer piso. La construcción tenía cuatro pisos. Me dediqué a dictar la parte de la sentencia que requería corrección. Le pedí a la secretaria que descolgara el teléfono, para poder concentrarme.

Hacia las 11:40 a.m., sonaron en ráfagas los primeros disparos. No tuve la menor duda de que, si estaban disparando y gritando, me había tocado la anunciada toma del Palacio de Justicia. El M-19 había planeado esa toma para unos días antes, aprovechando la venida a Bogotá del presidente de Francia Francois Miterrand, pero su intención se frustró. El Gobierno y los encargados de la seguridad del Estado habían prevenido a la Corte Suprema sobre ese propósito.

Los guerrilleros del M-19 entraron por el gran vestíbulo del primer piso. Gritaban en coro: “¡Viva Iván Marino Ospina! ¡Presente Iván Marino Ospina!”, y parece que disparaban hacia arriba. Los que estábamos adentro no tuvimos nada más que hacer, sino botarnos al suelo. Me arrastré hacia la puerta de mi oficina y la cerré con llave.

Oí luego que el M-19 llamaba a los magistrados de la Sala Constitucional, uno por uno: “¡Magistrado Manuel Gaona Cruz, salga usted, no tema, le garantizamos la vida!”. No oí nada respecto de los magistrados de la Sala Penal, que tenían también sus oficinas en el cuarto piso. Entonces, imaginé que eso iba a pasarnos a los magistrados de la Sala Civil, que estábamos en el piso de abajo. Pero a nosotros no nos buscaron.

La toma se desarrollaba por oleadas. Eran unos combates en que los oídos se reventaban. Después de escuchar las detonaciones de las armas, terminaba sintiendo que me golpeaban las sienes, como cuando un hierro golpea contra un riel. Era un sonido muy duro, sin inflexiones, enloquecedor.

Descubrí después, cuando no disparaban, que quienes habían quedado atrapados en el tercer piso hablaban desde las oficinas por teléfono. Recordé que el mío lo había dejado descolgado. Colgué el auricular desde debajo del escritorio y comenzaron a entrar las llamadas. Llamaron algunos reporteros y periodistas, que me preguntaban qué tenía que contarles. Yo les decía: “No tengo nada que contarles. Ustedes están oyendo lo mismo que yo, disparos por todas partes. Más bien cuéntenme qué está ocurriendo afuera”.

Pasaron varias horas durante las cuales no pudimos movernos. No se sabía de dónde venían ni para dónde iban los disparos. En todo ese tiempo no hubo nada que no fueran combates. Hacia el final de la tarde, oí el vuelo de helicópteros y el descenso de varias personas en el techo de la edificación. Olí gases lacrimógenos y el ambiente se hizo irrespirable.

Yo tenía un ventilador encendido, pero había mucho humo. Resolví entonces romper el vidrio que daba sobre la relatoría de la corte y la biblioteca. No se me ocurrió sino coger un paragüero y romper el vidrio de esa ventana, para que entrara aire. Casi me mato, porque reboté y salí para el otro lado. Los vidrios no se quebraron.

Hacia las 6:00 p.m. ó 7:00 p.m., entraron soldados al primer piso, exactamente a los salones de la biblioteca y la relatoría. Nosotros estábamos encima, mirándolos y viendo cómo hurgaban en los escritorios. Comenzamos a gritarles, pero a ellos no les importó que estuviéramos ahí. Habrían podido apilar los escritorios y sacarnos a todos los que  quedamos encerrados en las oficinas. Habrían podido salvar a mucha gente, por lo menos a quienes estábamos en los pisos segundo y tercero.

El incendio

Los combates se hicieron muy intensos, hasta que una fuerte explosión movió el edificio. Eso fue hacia las 10:00 p.m., aunque tengo mis horas muy perdidas. Después de ese tremendo remezón, sentí humo de madera quemada. Fue el comienzo del incendio del Palacio de Justicia.

Me volví a arrastrar por el piso de la oficina, para ver qué pasaba afuera y vi un incendio enorme en la esquina nororiental del edificio, sobre la carrera séptima con calle 12. Ahí se juntaban los despachos de los magistrados de la Sala Civil y los de la Sección Tercera del Consejo de Estado, exactamente en el mismo nivel en el que nos encontrábamos. Teníamos que salir. No había nada más que hacer. El incendio venía hacia mi oficina.

Ayudé a salir a mi secretaria, porque estaba aturdida y adormecida por el humo. Salimos corriendo a buscar las escaleras que descendían desde el cuarto piso, paralelas a la calle 12, y conducían al parqueadero subterráneo.

Horacio Montoya Gil y Humberto Murcia Ballén, magistrados de la Sala Civil, salieron de sus oficinas casi al mismo tiempo. Llegamos a la entrada de las escaleras, donde nos encontramos con algunos guerrilleros. Habían sacado los hidrantes y regaban el agua hacia abajo y hacia los lados, para evitar que el incendio se acercara.

Bajamos por las escaleras y, después de un rato, nos dimos cuenta de que en esas escaleras podíamos respirar, porque desde el sótano subía mucho aire, pero pronto nos dimos cuenta de que no podíamos pasar. El descenso fue bloqueado por los guerrilleros. Nos hicieron entrar al baño que estaba entre el primero y el segundo piso. Ahí me encontré con quien luego supe era Andrés Almarales, comandante del M-19 y uno de los jefes de la toma.

No dije que era magistrado. Tenía la absoluta convicción de que serlo representaba peligro. La guerrillera Irma Franco, que en ese momento no conocía, se quedó mirándome y me dijo: “¡Usted es el magistrado Hernando Tapias Rocha!”. No respondí nada.

Después, con el pretexto de que el baño era susceptible de ser derrumbado por los tanques del Ejército, los guerrilleros nos hicieron entrar a otro que quedaba más arriba. Era más pequeño. Un baño de hombres. Entramos más o menos hacia las 12 de la noche y ahí permanecimos hasta las 3:00 p.m. del día siguiente. En el baño también estaban Manuel Gaona Cruz, magistrado de la Sala Constitucional, y Nemesio Camacho, magistrado de la Sala Laboral.

Supe después que Manuel Gaona logró escapar, porque, cuando llegaron los guerrilleros, él estaba en el baño correspondiente al cuarto piso. Se quedó ahí quieto y no salió. Al llegar el incendio, bajó por las escaleras y terminó en el baño donde nos encontramos. Nemesio Camacho tenía la última de las oficinas del cuarto piso. Cuando sintió a los guerrilleros, apagó la luz y se quedó en el suelo. Entonces pasaron llamando y recogiendo a los magistrados y vieron la oficina cerrada y la luz apagada. Pensaron que no había nadie. Ya con el incendio, bajó también por las escaleras.

Andrés Almarales tenía comunicación con otros guerrilleros. Según me lo contó un magistrado del Tribunal Superior de Bogotá que quedó atrapado en el baño, allí recibió la noticia de que todo había terminado en el cuarto piso. A partir de ese momento, para el M-19 fue clarísimo que la toma había fracasado. Almarales protestaba indignado, decía: “Magistrado, son unos miserables. Usted no conoce al Ejército. Son capaces de todo. Incendiaron el edificio”.

Permanecimos en el baño durante mucho tiempo. El incendio empezó a extinguirse. Luego oímos el estruendo de un combate que parecía desarrollarse  en un sitio opuesto al que nos encontrábamos y que después de terminar originó un largo silencio. Mi impresión es que en ese combate mataron a los guerrilleros del cuarto piso, que trataban de bajar por las escaleras. El Ejército los aniquiló.

Los combates recomenzaron tiempo después, pero esta vez contra nosotros. Desde el baño, algunos guerrilleros eran enviados por Almarales a combatir. Tenían minas y bombas. La suerte estaba echada. No quedábamos vivos sino unas 60 ó 70 personas encerradas en el baño. Había entre ellas varios heridos. Por las grietas entraba humo. El piso estaba inundado. El agua de los hidrantes se deslizó por las escaleras y entró en el baño. La primera vez que me senté, quedé como en una piscina. Sobre el agua pasaban pedazos de madera quemada.

Las últimas horas

Cada vez quedaban menos guerrilleros. Los militares tiraban a matarnos. Empezamos a comunicarnos desde el baño a gritos con el Ejército. Les decíamos que éramos magistrados, que había heridos, que no dispararan porque éramos civiles, y ellos respondían con balas.

Durante un tiempo en que cesaron los ataques, algunos magistrados de la corte estuvimos hablando con Almarales. Le decíamos que nos dejara salir, que se rindiera, pero él repetía que el M-19 no se rendía jamás.

Después hubo un acuerdo: uno de nosotros podía salir con una bandera blanca, para tratar de conseguir que nos sacaran de ahí. La fórmula era: permitían la salida de los inocentes y nosotros garantizábamos como rehenes la salida de los guerrilleros. Se alcanzó a proponer que esta salida se haría hacia alguna embajada.

Reinaldo Arciniegas, que era consejero de Estado, se ofreció a salir y se apuntó en las manos el teléfono de Fernando Hinestrosa, rector de la Universidad Externado de Colombia, para comunicarle a él, al Gobierno y al país, lo que estaba ocurriendo: que nos iban a matar. Para salir, Arciniegas necesitaba una bandera blanca y lo único que había medio blanco era mi camisa. Me dijeron que la entregara; yo dije que no, pero les di la camisilla. Me volví a vestir y me hice de nuevo el nudo de la corbata. Estaba absolutamente convencido de que la única cosa que podía distinguirme era mantener mi compostura como magistrado.

Arciniegas salió con la camiseta blanca, pero parece que los militares no lo dejaron volver al palacio. No volvimos a saber nada de él.

Almarales decía que con la salida de Arciniegas ya sabían nuestra ubicación exacta. Disparaban con el cañón del tanque y la ametralladora Punto 50. Para poder hacerlo, era necesario poner en marcha el motor del tanque. Entonces, si escuchábamos el motor, sabíamos que recomenzaba el ataque contra el sitio en donde nos encontrábamos.

Cuando dejaban de atacar, les gritábamos a los militares que no dispararan, pero invariablemente nos respondían con palabras soeces y reiteraban los ataques.

Hacia el final de la mañana del 7 de noviembre, no quedaban sino 10 guerrilleros: tres heridos, tres combatiendo, tres mujeres y Andrés Almarales. El Ejército parece que poco a poco copó los pisos superiores y comenzó a enviar por las escaleras granadas de fragmentación. Un tiempo después, a los guerrilleros se les acabaron las municiones y se hicieron frente a la puerta del baño, con la idea de rendir cara la vida, pero de golpe cambiaron de idea. Dijeron: “Los compas, todos aquí contra la pared”. Se referían al muro donde estaban los orinales. En uno de ellos estaba sentado Andrés Almarales, al lado de la puerta. Afuera había un vestíbulo y allí estaban las escaleras.

Repentinamente, los guerrilleros resolvieron que los magistrados de la corte nos hiciéramos al frente de ellos. Adiviné que nos iban a matar. Una ceremonia tan poco usual en la mitad de una tragedia de esas proporciones no podía tener otro fin que cobrarles la vida a los rehenes, y los rehenes para ellos no eran los 50 ó 60 inocentes que estaban con nosotros, sino nosotros, los magistrados. 

Yo estaba en cuclillas y traté de resguardarme de medio lado tratando de alejarme de los guerrilleros. Dispararon. Me hicieron un disparo por el costado izquierdo, debajo del brazo, que hirió el pulmón izquierdo, pasó por detrás de la columna vertebral y salió por el costado derecho. Quedé tendido y un montón de gente me cayó encima. Todo era un amasijo de cuerpos. Una confusión inenarrable.

Me hice el muerto. Hubo un silencio tremendo. No había nadie que se moviera. Unos minutos después, me arrastré y me metí al inodoro más cercano a la puerta, porque tenía una pequeña pared que podía protegerme de los disparos. Mientras tanto pasaron cosas que no puedo describir muy bien. El magistrado Manuel Gaona salió, caminó fuera del baño y unos guerrilleros heridos le dispararon. Lo mataron. Horacio Montoya también salió y le pegaron un balazo en la frente y otro en el pecho. Ahí murió. Nemesio Camacho quedó tirado en el piso, con un tiro que le rozó la cabeza, pero no le tocó la masa encefálica. Esos disparos de los guerrilleros fueron con armas cortas. La bala que me dio fue de un revólver calibre 22.  

Estando ahí tendido, una gente le pidió a Almarales que no nos disparara, que nos dejara salir. Almarales repentinamente dijo: “¡Salgan las mujeres!”. Salieron y el Ejército las recibió. Inclusive dos guerrilleras, Irma Franco y Clara Elena Enciso, que habían estado en ese baño todo el tiempo, salieron confundidas con las demás.

Después, Almarales gritó: “¡Los que quedamos nos morimos todos!”. Y luego de un silencio, repentinamente dijo: “¡Salgan los heridos!”.

Me levanté como pude, apoyándome en la pared, y salí por la puerta. Llegué a las escaleras y bajé entre los escombros. Abajo un soldado me gritaba: “¡Suba los brazos!”. Yo, atravesado por el balazo, no podía hacerlo. Lo intenté, pero ya no podía más. Me arriesgué y seguí. Nemesio Camacho y Humberto Murcia Ballén salieron conmigo.

La salida de ese infierno la hicimos los tres hacia la Plazuela de Márquez, en donde había un tanque que había embestido la pared y los ventanales. Pasamos entre los escombros y fui recibido por socorristas, que me condujeron hacia la Casa del Florero. De allí fui conducido en una ambulancia hasta el Hospital Militar.

El despertar

Duré 15 días en cuidados intensivos del Hospital Militar y, apenas pude caminar, regresé al palacio. Eso fue un mes después. Recordaba que cuando Almarales dijo: “¡Salgan los heridos!”, me apoyé en la pared y me resbalé. Veía humo por entre mis manos. En el hospital, estaba muy angustiado, pues no entendía por qué me había salido humo.

Volví al baño. En la pared, estaban mis manos ensangrentadas de cuando me recosté en ella para poder salir.  Había sangre por todas partes, hasta en el techo. Se distinguían claramente los impactos de armas de corto calibre y las pesadas o de largo alcance. Varios disparos habían roto el orinal de donde oí por última vez la voz de Andrés Almarales. Había un lago de sangre. A ese baño fui una vez más, cuando se realizó una diligencia de reconstrucción de lo que había ocurrido.

¿Qué consecuencias tuvo la toma del palacio y qué se perdió allá? En Colombia olvidamos con una rapidez tremenda y lo del palacio no tiene por qué ser la excepción. Muchos han querido buscar a los responsables de esta tragedia, que no aparecen por ninguna parte.

La toma del Palacio de Justicia fue un desastre para toda Colombia.

Fue, en primer lugar, una derrota militar y política para el M-19. Murieron cuatro de sus comandantes, cerca de 40 guerrilleros y no quedó para la historia explicación alguna de su insensatez.

Para las Fuerzas Armadas, Ejército y Policía, porque al combatir la toma del palacio a ultranza, sin siquiera detenerse a pensar cuál hubiera podido ser el camino apropiado para ello, parecen haber demostrado no su inteligencia, sino sus flaquezas y de ninguna manera su heroísmo.

Para el Gobierno, que en lugar de tomar la dirección y el control de las operaciones, se hizo al lado del problema y dejó que los menos competentes lo encararan.

Para la justicia, en fin, porque el más alto tribunal del país, guardián de la integridad de la Constitución, prácticamente desapareció en medio de las llamas y se llevó con ellas la vida de eminentes magistrados, sabios todos, honestos y prudentes, respetuosos y cumplidores del juramento prestado de respetar la Constitución y las leyes de Colombia. Dignos siempre y valerosos en sus últimos momentos.

No puedo menos que expresar de esta manera y honrar siempre la memoria de quienes fueron mis compañeros en esa corte inolvidable.

A quienes padecieron y murieron en el cuarto piso del palacio: Alfonso Reyes Echandía, Carlos Medellín Forero, Fabio Calderón Botero, Darío Velásquez Gaviria, Ricardo Medina Moyano, Alfonso Patiño Roselli, Fanny González Franco, José Eduardo Gnecco Correa, Pedro Elías Serrano Abadía. Y  a quienes fueron mártires en el tercer piso: Manuel Gaona Cruz y Horacio Montoya Gil.

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