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Actualizado hace 1 hora | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis


Caso Electricaribe: anatomía de un pleito y lecciones que deja

15 de Abril de 2021

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Luis Guillermo Vélez Cabrera

Ex director de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado

 

En la mañana del domingo 6 de noviembre del 2016, un aviso de prensa en el diario El Heraldo de Barranquilla anunciaba, en escueto y formal lenguaje burocrático, que la costa Atlántica colombiana se quedaría sin energía eléctrica durante las navidades. La empresa XM, quien administra el mercado mayorista de energía del país y la firmante del aviso, explicó a la conmocionada opinión pública costeña que no se trataba de una treta anticipada del Día de los Santos Inocentes, sino del cumplimiento de una obligación legal. Lo único que estaba haciendo era notificar lo obvio: Electricaribe había colapsado.

 

La descapitalización crónica de la empresa, agravada por equivocadas decisiones financieras durante el fenómeno del Niño, habían puesto a Electricaribe en una situación crítica. Hasta el último minuto, el Gobierno Nacional y Naturgy, la controlante de Electricaribe, estudiaron alternativas para evitar la limitación de suministro y la eventual toma de posesión de la empresa por parte de la Superintendencia de Servicios Públicos, pero todo fue en vano.

 

Mecanismo arbitral

 

Los inversionistas, en vez de aceptar que la empresa se había quebrado y que la ley colombiana establecía un procedimiento administrativo para resolver la insolvencia y asegurar la continuidad del servicio público, optaron por fabricar un litigio haciendo uso del mecanismo arbitral contenido en el Acuerdo de Promoción y Protección Recíproca de Inversiones (APPRI) entre Colombia y España.

 

Desde los años noventa (aunque su origen es anterior), los APPRI se convirtieron en un insumo básico de la diplomacia económica, como la champaña y los canapés de pato. Mandatario del tercer mundo que no regresara con uno debajo del brazo después de una visita a un país “inversionista” había perdido el tiempo. Sin embargo, los APPRI tenían algo más que ambiguas obligaciones camufladas en el lenguaje del derecho internacional, obligaciones como “trato justo y equitativo”, “protección y seguridad plena”, “no expropiación” y otras más.

 

Los APPRI eran una manzana envenenada y el veneno venía en la forma de un mecanismo de resolución de disputas que injertaba el arbitraje mercantil internacional dentro del marco del derecho internacional público. El producto de esta maniobra fue la mutación de la figura en un extraño engendro, conocido como “arbitraje de inversiones”, o más técnicamente en inglés, Investor-State Dispute Settlement (ISDS) que amalgamaba los aspectos más controversiales del arbitraje comercial (alto costo, conflictos de interés) con lo peor del derecho internacional público (indeterminación normativa, lentitud).

 

La demanda presentada por Naturgy en contra de Colombia alegaba, básicamente, que había sido indirectamente expropiada de sus inversiones en el país, debido a acciones y omisiones del Estado, el cual había creado las condiciones para que Electricaribe fuera intervenida. Los inversionistas reclamaban como indemnización la exorbitante suma de 1.300 millones de euros.

 

Más casos

 

Esta, sin embargo, no era la única de las acciones que el país enfrentaba por cuenta de los APPRI o de los tratados de libre comercio firmados por Colombia (que también incorporaron capítulos de resolución de disputas similares). Entre el 2016 y el 2020, el país acumuló cerca de 15 arbitrajes de inversión promovidos por inversionistas –o quienes dicen ser inversionistas– de diversos países, entre ellos Canadá, EE UU, España, Suiza, México y el Reino Unido, con pretensiones por varios miles de millones de dólares.

 

En la descentralizada, por no decir anárquica, estructura estatal colombiana, donde además del Gobierno Nacional, hay gobiernos locales, un sinnúmero de cortes y tribunales, el Congreso, las asambleas, los concejos y unos elefantiásicos entes de control, resulta muy fácil que actos u omisiones de cualquiera de ellos genere eventuales responsabilidades internacionales del Estado.

 

De hecho, una parte de los arbitrajes de inversión en los que se ha visto involucrado el país se debe a decisiones de la Corte Constitucional, como los generados por la delimitación del páramo de Santurbán; otros por actuaciones de la Contraloría, como los casos de Glencore o Foster Wheeler; de la Fiscalía, como la extinción de dominio sobre de proyecto Meritage en Medellín, y por gestiones del Ejecutivo, como el caso de Electricaribe.

 

Lo anterior no quiere decir que estos agentes del Estado colombiano hubieran actuado en contravía del ordenamiento jurídico. Todo lo contrario, lo disonante de la situación es que los APPRI, debido a la mutación del mecanismo de resolución de controversias, acaban poniendo una camisa de fuerza sobre los órganos estatales impidiendo que ejerzan soberanamente sus funciones. O, por lo menos, a eso aspiran los abogados que representan a los inversionistas extranjeros protegidos por un acuerdo de esta naturaleza.

 

Escenario internacional

 

Paradójicamente, un facilitador de esta situación es el Banco Mundial, a través de una de sus dependencias, el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (Ciadi). En teoría, se trata de una institución que administra mecanismos para resolver disputas entre inversionistas y Estados –un objetivo loable–, pero, en la práctica, por la aplicación laxa de sus propias normas y por la negativa a autorreformarse, se ha convertido en un coto de caza donde las presas favoritas son los países más vulnerables.

 

La decisión, en el 2017, del gobierno Santos de crear en la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado una dirección internacional que tuviera el personal adecuado y el presupuesto para defender a la Nación en estos litigios buscaba contrarrestar esta moderna diplomacia de las cañoneras, ahora sustituida por bufetes multinacionales, banqueros de inversión, hoteles cinco estrellas y vuelos en primera clase. Incursos en las obligaciones de los APPRI y sin posibilidad realista de abandonarlos, lo que estaba en juego no solo eran ingentes recursos fiscales, sino también, en últimas, la potestad del Estado colombiano de imponer sus leyes en el territorio nacional.

 

Antes de implementar la nueva institucionalidad se estudiaron los modelos de defensa acogidos por otros países. Uno de ellos fue el de defensa directa, intentado con resultados decepcionantes por la Argentina de los Kirchner durante la primera década del nuevo siglo y por España, a través de su venerable Abogacía General del Estado. O el modelo de defensa externo, con la subcontratación completa de servicios legales, como lo ha venido haciendo Perú desde la misma época, pero con más éxito. Finalmente, se optó por un modelo mixto, en el que, por invitación, se contratarían a firmas internacionales reconocidas en esta materia, mientras se consolidaba capacidad interna de defensa jurídica. Así se hizo y firmas como Dechert, Sidley Austin, Latham & Watkins, Arnold & Porter entraron a formar parte del equipo de defensa jurídica nacional.

 

Este tipo de artillería pesada no es barata, como tampoco es barato adelantar esos litigios. Según un estudio de la Ocde[1], se estima que un arbitraje de estas características le cuesta en promedio a cada una de las partes cuatro millones de dólares, en donde el 82 % son costos de abogados y expertos, el 16 % son honorarios para los árbitros y el 2% son los fees institucionales[2]. Estos exorbitantes costos imponen fuertes cargas a los países –quienes se ven obligados a escoger entre construir escuelas y hospitales o pagar encopetados juristas–, mientras que los demandantes pueden acudir a fondos buitres para financiar estos litigios (la financiación por terceros es uno de los aspectos más controversiales del arbitraje de inversión, ya que extiende los beneficios de un APPRI a cualquiera que tenga dinero para financiar un pleito).

 

Defensa coordinada

 

El resultado en el caso de Electricaribe, a pesar de los pesimistas profesionales que auguraban las tragedias más amargas, es producto de un trabajo consistente y profesional por parte de los responsables de la defensa jurídica colombiana. En otras palabras, una verdadera defensa institucional de Estado.

 

Ningún detalle se dejó al azar. Se escogió una firma de abogados externa con trayectoria en casos similares, se estudiaron cuidadosamente las hojas de vida de los árbitros, se planeó la estrategia de defensa, se alinearon gobernadores y alcaldes, se establecieron canales de comunicación entre el equipo de defensa y el equipo financiero encargado de la restructuración de la empresa (el servicio público debía continuar), se recaudaron pruebas a través de cooperación interinstitucional, se definieron los testigos y se contrataron a los mejores expertos. En la audiencia, uno de los rituales claves de este tipo de arbitraje, quedó claro que Colombia estaba en plena forma.

 

Soy de los que cree que el mejor pleito es el que no existe. Un país como Colombia necesita de inversión privada –extranjera y local– y para que llegue se requieren reglas de juego claras y estables. Por un lado, el Estado debe entender que su comportamiento, así sea legítimo, puede erosionar la confianza de los inversionistas, quienes son rápidos en levantar vuelo hacia lugares más acogedores. Por el otro, el inversionista debe entender que el Estado tiene responsabilidades, las cuales, en algunas situaciones, pueden afectar sus intereses. La mejor manera de abordar las diferencias que emanen de esta tensión natural no es acudiendo a defectuosos mecanismos arbitrales, sino mediante un diálogo franco y propositivo entre dos partes que se necesitan mutuamente.

 

[2] En Colombia, la existencia de un modelo de defensa mixto permite mitigar de manera sustancial estos costos, ya que una parte significativa del trabajo se hace con abogados locales.

 

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