24 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Pleitos tengas…

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Maximiliano A. Aramburo C.

Abogado y profesor universitario

maramburo@aramburorestrepo.co

Se cuenta que Abraham Lincoln aconsejó a los abogados –en unas notas para una conferencia que no está claro si llegó a pronunciar– desincentivar el litigio y nunca provocarlo. Al seguir el doble consejo, sostenía el expresidente, el abogado aprovecha la “oportunidad superior” de hacer el bien. Por esa vía tenía que infundirse un tono moral en la profesión que ahuyente de ella a los que suscitan litigios para ganar dinero, concluía. Que el sabio consejo caiga no pocas veces en saco roto explica que haya a quienes se les va la vida en un litigio. No me refiero a la pasión con la que se pueden defender las causas que se nos encomiendan, ni a la necesaria enjundia de quien comparece a un litigio contra su voluntad (especialmente, pero no solo, en materias penales): la pasión, debidamente acrisolada por el ejercicio punzante de la razón, puede ser un vehículo para inyectar en la actividad profesional otras emociones y valores, y acaso sirva también para propiciar cierto equilibrio en el proceso. Me refiero, por el contrario, al espíritu pendenciero y rijoso que llega a insuflar a los litigios tensión innecesaria y obnubiladora que, por desgracia, no solo se ve en las partes y sus apoderados.

En un ensayo que resume parte de sus investigaciones, la profesora Amalia Amaya, de la Universidad Nacional Autónoma de México, sostiene que las principales virtudes judiciales (en sus dimensiones morales e intelectuales) son la imparcialidad, la sobriedad, la valentía, la sabiduría y la justicia. A pesar de que la conceptualización de cada una de esas virtudes es difícil, sostiene Amaya que poseerlas es fundamental para la justificación de las decisiones jurídicas. Esto permite intuir que las virtudes no son solo predicables de quienes ejercen función judicial: algunas de ellas adornarían también al abogado cuyos rasgos de carácter podrían ser dignos de imitar. ¿Dudaríamos, acaso, de que el control de los propios impulsos sería una virtud también en quien defiende intereses de parte? Dice Amaya que la sobriedad, en su dimensión moral, equivale a la templanza, porque el sobrio “tiene sus deseos en orden” y “no se deja llevar por los impulsos, sino que tiene la capacidad de controlar sus deseos y sujetarlos a la razón”. Y en su dimensión intelectual, que el juez sobrio “no escatima esfuerzos en examinar las distintas alternativas y en averiguar cuáles son las posibles consecuencias que se siguen de aceptar una u otra hipótesis”.

Hace varios años sostuve en esta columna que uno de los principales limitantes de la ética profesional ha sido el solapamiento de sus alcances con los del régimen disciplinario. Creo que una correcta concepción de la ética profesional de abogados y jueces pasa por comprender que, sin propiciar el desarrollo de virtudes, el ejercicio de la abogacía será –como advertía Couture– una lucha de pasiones y no de razones, una fricción, acaso generadora de adrenalina, que no suscita paz, porque si el litigante se alimenta de la pulsión de la confrontación y no de la solución de los conflictos que tramita, entonces jamás llegará a saciarse. Hay quienes sostienen, desde el análisis económico del Derecho, que una decisión judicial es una solución del conflicto siempre subóptima, porque le añade costos de diversa naturaleza que no se recuperan. Cuando a esos costos se le suma la crispación que produce la actitud a la que me refiero, bien vendrían remedios (no necesariamente jurídicos) que ayuden a comprender que ganar un proceso y solucionar un problema no son necesariamente expresiones sinónimas.

La decisión judicial es un vehículo de civilidad, pero no a cualquier costo. A veces conviene recordar a Lincoln y recordar la conocida maldición gitana: “pleitos tengas… y los ganes”. 

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