Negociar con el cliente
Maximiliano A. Aramburo C.
Abogado y profesor universitario
En un pódcast sobre dilemas éticos en el ejercicio de la profesión de abogado –una saludable obsesión que ha marcado su agenda investigativa– el profesor Sergio Anzola pregunta a varios de sus invitados si alguna vez se han visto enfrentados a tener que negociar con sus propios clientes. Especialmente, se refiere a situaciones en las que el cliente aparentemente tiene derecho (o cree tenerlo) a una cierta prestación, pero el abogado piensa que o bien eso no es lo mejor para su cliente o bien se trata de una posición que es jurídicamente sustentable, pero hay reparos éticos para defenderla. Esto puede suceder porque, en caso de triunfar, se causa un agravio moralmente injustificable a la contraparte; porque los fines de la estrategia no parecen compatibles con los objetivos del cliente o por otras razones.
A estas alturas quien me lea habrá identificado situaciones en relaciones contractuales, derecho de familia o derecho tributario, por ejemplo, en las que tener que defender posiciones del tipo “todo o nada” dificulta llegar a acuerdos, o produce la incomodidad de poner en marcha vías jurídicas que desencadenan, a sabiendas, efectos colaterales dañinos. No se trata, por tanto, de los casos en los que es aconsejable la defensa aguerrida de las posiciones en las que se cree genuinamente, o de aquellos en los que es preciso defender con fortaleza las causas que se creen justas aun contra adversarios potentes en casos en los que el desequilibrio material o procesal haría aconsejable una solución menos radical, para favorecer la eficiencia sobre la justicia.
¿Por qué, entonces, negociar con el cliente? Primero, porque la relación abogado-cliente es bilateral y la principal prestación que el cliente recibe del abogado es de naturaleza intelectual: el abogado no es apenas la mano que ejecuta los deseos del cliente, sino un consejero y asesor acerca de la legalidad y la justicia asociadas a sus propias conductas. Segundo, porque, aunque quien decide qué camino seguir es el cliente, el abogado no es un convidado de piedra y tiene tanto el deber ético de aconsejar y hacer ver al cliente los efectos de sus decisiones, como el de apartarse de la cuestión que se le encomienda, si sus propias convicciones se distancian radicalmente de las del cliente. Así lo prescriben los artículos 10, 12 y 14 del Código de Ética del Colegio de Abogados de Medellín (al que pertenezco), cuerpo de normas no coactivas que promueven una conducta virtuosa entre los afiliados a esa institución. Al fin y al cabo, aunque es imperioso mantener la rigurosa separación entre abogado y cliente, cada profesional tiene la potestad de decidir a quién representa y bajo qué condiciones. En Reversal of fortune, una brillante película de 1990, el personaje que representa a Alan Dershowitz le dice a su cliente, el aristócrata Claus Von Bülow, después de ganar en la apelación, algo que podría traducirse así: “Jurídicamente, esto es una victoria; pero moralmente, usted está solo”.
Una premisa que no se enseña en las facultades de Derecho, sino que se aprende en la práctica, a veces con dolor, es que el cliente de manual no existe. La generalidad y abstracción de la norma jurídica que estudiamos en las aulas nos hace perder de vista los detalles y la singularidad de quien busca servicios jurídicos: la complejidad de la operación que realiza supera la sencillez de la minuta contractual, los hechos no son una descripción fiel del supuesto de hecho de la norma, carece de los documentos que podría tener, etc. Es con ese cliente, y no con el imaginario, con quien hay que negociar qué es lo que debe hacer el abogado.
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