La gran lección de Proust
Maximiliano A. Aramburo C.
Abogado y profesor universitario
En este 2023 se cumplió el centenario del natalicio del escritor Manuel Mejía Vallejo. En una de sus novelas (conseguida entre libros leídos), el nacido en Jericó anotó de su puño y letra una dedicatoria anónima a alguien que se deshizo del ejemplar, para mi fortuna bibliófila: “A ver si este libro dice lo que intenté decir con él”. La duda de Mejía Vallejo sobre el significado de sus propias palabras revela una constante de la interpretación: las palabras se emancipan de quien las pronuncia y pueden llevar a sus destinatarios cosas diferentes de lo que estaban destinadas a decir. Sucede lo mismo con las palabras escritas y las pronunciadas oralmente, incluso en el contexto judicial: con frecuencia se interpreta lo que quiso decir un testigo.
Otro escritor cuyo centenario celebramos este año es Álvaro Mutis, creador y cómplice del entrañable Maqroll, el Gaviero. En una caja de libros de segunda o tercera mano que llegó por casualidad a mis manos, apareció El reino que estaba para mí, que contiene los apuntes autobiográficos del escritor, preparados por Fernando Quiroz hace 30 años. Allí, al final, Mutis advierte que “la gran lección de Proust” consiste en desconfiar de la propia memoria, porque “en el proceso de la memoria nada cuenta tanto como el olvido”. El párrafo no tiene desperdicio para la llamada sicología del testimonio: “Porque buena parte de los hechos que queremos recordar se ha perdido con el tiempo. Otra parte la traemos al presente magnificada, llena de colores que no tuvo en su momento, adornada con tonos y sensaciones que han formado parte de otras realidades, mas no de esa. Solo una porción de lo que en verdad ocurrió permanece intacta con el tiempo; pero de ella brota siempre la nostalgia que es la mayor fuente de la poesía”.
Mientras me regodeo tratando de concebir lo que le cabe de poesía al testimonio judicial, la literatura me permite encontrar “el derecho por fuera del derecho”, como en el fantástico pódcast de los profesores Jorge González y Nicolás Parra. A partir de una idea como la de Mutis, es posible pensar en los fundamentos de decisiones que, como la de la Corte Constitucional en la esperada Sentencia C-134 del 2023, parecen anclar la idea de inmediación a la presencialidad, como requisito que hace posible hallar la verdad en las declaraciones de terceros. Aunque el tema podría parecer ya superado, la credibilidad de un testimonio no es un asunto de forma, sino de fondo: la cuestión de la sinceridad se cultiva en una huerta diferente de la que vigila celosamente la comparecencia in corpore a las sedes de los despachos judiciales.
La inmediación como posibilidad de advertir las circunstancias subjetivas del testigo (y no las objetivas de la declaración, que además va a ser interpretada) tiene un fundamento emparentado con ciertas concepciones acerca de aquello en lo que consiste “preparar” un declarante y las consecuencias disciplinarias de hacerlo rebasando límites éticos. La idea del juez que solo puede controlar los riesgos de la declaración si esta es presencial termina por esta vía vinculada con la asepsia del litigante, del testigo incontaminado, bajo el presupuesto de que la verdad se averigua y existe en el proceso, bajo condiciones de laboratorio.
En buena hora estas discusiones se han instalado en nuestro medio. Es incluso saludable que no haya consenso y que los cursos de derecho probatorio (y de ética profesional) se vean alimentados con ejemplos y decisiones judiciales contemporáneas. Por lo pronto, agradezco a los libros viejos y a los novelistas centenarios propiciarme la sonrisa de mezclar poesía y proceso judicial en una columna de opinión.
Opina, Comenta