La colegiatura obligatoria para abogados: el gran desafío para nuestra profesión
Francisco Bernate Ochoa
Profesor titular de Derecho Penal de la Universidad del Rosario
En el mundo actual, gozan de gran prestigio y reconocimiento los colegios de abogados, que son organizaciones privadas, cuyas responsabilidades se relacionan con la acreditación de los juristas como presupuesto para ejercer la profesión en la representación de intereses ajenos, y oficiar como instancias disciplinarias para quienes desconocen la ética profesional; además de ser espacios de difusión del pensamiento, voceros de las necesidades y posturas del gremio, así como foros de reflexión respecto del universo legal.
Por el contrario, en nuestro medio, mientras la Carta Política permite que los profesionales se agremien en colegios, la afiliación a los mismos es voluntaria, pues la acreditación del abogado y su régimen disciplinario están en cabeza del Estado. Lejos de esta cuestión normativa, cada vez se crean más colegiaturas profesionales que demandan un mayor protagonismo en el ejercicio profesional.
La Ley 1123 del 2007, que (i) reglamenta el ejercicio de la profesión, (ii) establece las faltas contra la ética y (iii) el procedimiento por seguir para su investigación y juzgamiento, es inconvencional, al establecer un modelo inquisitivo en el que se encarga a un mismo magistrado de la instrucción y el juzgamiento del investigado, cuando el estándar convencional es que estas funciones deben estar separadas, para generar un auténtico debido proceso. Es por ello que resulta necesario generar un debate respecto de la reforma que debe surtirse frente al Código de Ética del Abogado y que los juristas, que luchamos por los derechos de los demás, asumamos la defensa de nuestras garantías.
La inconvencionalidad y obsolescencia de la Ley 1123 del 2007, sumado al entusiasmo y compromiso que han generado los colegios de abogados entre nosotros, hacen necesario que Colombia se ponga a tono con lo que ocurre en otras latitudes. Un abogado graduado debe afiliarse a uno de los colegios profesionales existentes, que se encargarán de acreditarlo como idóneo para ejercer la profesión. Esto, en nada cambia el examen de Estado o la expedición de la tarjeta profesional por el Consejo Superior de la Judicatura, pero tendríamos un requisito adicional para litigar: estar afiliado a un colegio de abogados.
Entonces, el colegio de abogados es el respaldo profesional que tienen los juristas que se afilian y es la instancia que se encarga de realizar los procesos disciplinarios en contra de sus afiliados, por faltas a la ética, respetando, por supuesto, el principio acusatorio, de manera que se delimiten claramente las funciones de acusar y juzgar. Cuando uno de sus afiliados comete una falta contra la ética, y efectivamente recibe una sanción, el colegio adquiere un renombre y, con ello, más personas querrán pertenecer al mismo. Y, por el contrario, uno que sea permisivo perderá credibilidad y espacios.
La colegiatura obligatoria permitirá, además, que los colegas sean juzgados por sus pares. Ni tiene mucho sentido ni es del todo garantista que hoy el actuar de los litigantes sea evaluado por magistrados pertenecientes al Poder Judicial, pues, en estas instancias, lo correcto es que quien haga la investigación y la sanción se encuentre también en el litigio, de manera que pueda valorar adecuadamente la conducta de un semejante. Los colegios de abogados, seguramente unidos, podrán alcanzar importantes anhelos de la profesión, como la seguridad social para los afiliados, también ser espacios de reflexión y vocería profesional, como lo han realizado, entre otras actividades.
A diario, los abogados del país trasegamos por los despachos peleando por los derechos ajenos hasta el cansancio, creo que llegó la hora de pelear por los nuestros y dar la batalla de frente por una colegiatura obligatoria.
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