Justicia para soñadores
José Miguel De la Calle
Socio de Garrigues
Confieso que algunas veces sueño o imagino que vivo en un país utópico, en el que abunda la justicia por todos los rincones del territorio y en el que ella está plenamente disponible y a la mano para cualquier ciudadano, en igualdad de condiciones y en un modo de extrema rapidez y transparencia. En aquel universo imaginario donde el servicio de justicia es visto como el bien más preciado de todos y la razón de ser del Estado por excelencia, al ciudadano, rico o pobre, niño o adulto, urbano o rural, le basta con acceder a una aplicación digital, levantar el teléfono o acudir a una oficina gubernamental con el fin de describir su caso o su petición –sin mayor formalísimo o ritualidad especial–, para, en cosa de minutos, ser atendido por personas idóneas y expertas, quienes le darían curso a su demanda en un tiempo muy razonable. En aquel país inverosímil, que más parecería alguno de los planetas de El principito, los hombres más sabios y honestos aspiran a ser jueces y los demás comparten la cultura del ubérrimo respeto por la sentencia final.
En el mundo de la vida real, la justicia está lejos de su óptimo. El sistema de justicia es complejo, demorado y cargado de pesados ritos que crean barreras de entrada al ciudadano del común. El entramado judicial adolece de falta de transparencia y el jeroglífico normativo y procedimental es, a duras penas, inteligible para los abogados o para los usuarios más asiduos y avezados.
Recaigo en mi sueño en vida y la experiencia alcanza niveles de alucinación, que me llevan a regodearme con los inmensos efectos benéficos que un hábitat humano de justicia plena podría conllevar. La sociedad daría trámite justo y adecuado a sus principales conflictos, enalteciendo la vida en comunidad y la condición humana misma. Como si fuera poco, en lo económico, florecería la prosperidad, por efecto de la reducción de los costos de transacción y la mejora en la eficiencia de los mercados.
Dejando de lado mi curioso ejercicio de imaginación, me pregunto –en todo caso– por qué la realidad del sistema de justicia de países como el nuestro sigue estando lejos de lo que sería un estándar apenas razonable, en términos de calidad, oportunidad y transparencia. ¿Cómo es posible que los resultados no sean los deseables, después de tanto dinero invertido, tantas leyes que han pretendido mejorar el procedimiento, después de tantas y tan buenas facultades de Derecho, tantos jueces buenos y trabajadores y tantos diseñadores de política pública que han hecho enormes esfuerzos para procurarle a la sociedad un buen sistema judicial?
En mi teoría personal, al lado de la estructura visible del sistema, donde operan sus reglas formales, existe una superestructura tácita que se conforma de una serie de subreglas o subculturas que podrían denominarse el comportamiento “subconsciente”, y que lo distraen del cumplimento de sus metas y objetivos.
El comportamiento subconsciente es el que lleva al sistema, como una forma de supervivencia, a generar fila en el acceso al sistema. Teniendo en cuenta que existe una fuerte asimetría entre la demanda potencial de justica y la capacidad de oferta del Estado, el sistema se “autorregula”, desalentando a los jueces más productivos y aumentando los tiempos de espera, para así desincentivar a los usuarios menos pacientes o con necesidades de justica menos “radicales”. Otros países optan por desincentivar el uso del sistema judicial haciendo que el mismo tenga un elevado costo económico de acceso, de forma que la demanda de justicia se depure mediante técnicas capitalistas. Para idealistas como yo, ningún mecanismo para desincentivar la demanda de justicia debería ser aceptable, siendo el único camino viable el de seguir aumentando la oferta de buena y pronta justicia, hasta equiparar la demanda ciudadana y estar en capacidad de resolver todos los conflictos de la sociedad, cualquiera fuera naturaleza o complejidad.
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