24 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

De oficio, escritor

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Maximiliano A. Aramburo C.

Abogado y profesor universitario

maramburo@aramburorestrepo.co

Los abogados escribimos profesionalmente, me recordó una vez mi “vecino” Diego López Medina. Pero no nos tomamos en serio la escritura, como ya he recordado en estas mismas páginas. Los atormentados sufrimos al escribir, agobiados porque ignoramos cuántos errores estaremos cometiendo o cómo habríamos podido escribir mejor. A algunos les inquieta la fluidez, a otros la completitud, y así, de angustia en angustia sobre una de nuestras actividades más cotidianas, penamos permanentemente.

He acumulado cierta literatura sobre el quehacer del abogado, he revisado algunos cursos de lo que en inglés denominan lawyering y he tratado de concentrar mi curiosidad en las habilidades comunicativas escritas, a pesar de la preeminencia actual de la oralidad y sus técnicas de litigio. Cada vez que me enfrento al documento en blanco del procesador de textos trato –a veces en vano– de recordar los consejos, las técnicas, las estructuras de lo que he ido coleccionando, animado por un genuino interés en mejorar mis propias piezas, de muy diversa naturaleza. Y como estoy lejos de ser buen orador, en contra de la opinión mayoritaria procuro llevar mis textos escritos a todas partes, así que redactar y argumentar bien es casi una obsesión para mí y entro en pánico cuando advierto oscuridad en mis textos.

Aunque la falencia de la formación en técnicas de juicio oral es tan evidente como la falencia en habilidades de escritura, nos hemos volcado con fruición hacia las primeras, como si diéramos por sentado que ya tenemos suficientes herramientas para las segundas, como los concursos en los que los estudiantes se miden en casi todas las especialidades con ensayos o memoriales, o las dependencias de auxilio a la escritura universitaria. Pero la formación básica que recibimos, más allá de algunos talleres de escritura (casi nunca orientados a la producción de textos jurídicos), no nos preparó para escribir, sino para leer. ¿Nos quedamos a medias? Si aceptamos que buena ortografía y correcta sintaxis son inexcusables, la cuestión tiene al menos dos frentes: el estilístico y el argumentativo.

¿Qué pasaría si las oficinas de abogados o los despachos judiciales tuvieran, por ejemplo, una oficina de corrección de estilo que pudiera operar, digamos, como una suerte de control de calidad como el que emplean las editoriales de prestigio? Imaginemos por un segundo, como laboratorio mental, que ningún memorial o providencia puede comunicarse si no tiene el visto bueno de esa dependencia: no hay duda de que comunicaríamos más y mejor lo que hacemos. Y si eso se apuntala con las herramientas que han proporcionado las redes de lenguaje claro, la ganancia global, que incluso ahorra tiempo y páginas, sería extraordinaria.

Por el otro lado, si los cursos universitarios de argumentación jurídica no logran descender de las teorías de la argumentación a las técnicas para argumentar mejor los casos jurídicos, difícilmente el abogado o juez que se forme con ellos obtendrá un rédito que pueda capitalizar en su labor cotidiana y el interés que susciten sus piezas escritas provendrá de otras fuentes, o del azar.

Genaro Carrió –cuyo centenario de nacimiento pasó este año– escribió Cómo estudiar y cómo argumentar un caso, pensando en los abogados jóvenes, para “atenuar el impacto, generalmente desconsolador, de los primeros pasos en la vida profesional”. Yo exageraré, hasta la caricatura, con otro laboratorio mental: ¿qué tal si los abogados –o los jueces–tuviéramos que someter a un control de calidad nuestras piezas, para que pudieran ser “procesadas” por sus destinatarios? Aunque la literatura no es escasa, la respuesta es imposible; pero me gusta pensar que cambiaría de manera radical lo que significa litigar.

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