Tutela contra providencias, en vía de extinción
Ramiro Bejarano Guzmán
Profesor de Derecho Procesal de las universidades de los Andes y Externado de Colombia
Si algo cambió el firmamento del litigio a partir de la Constitución de 1991 y los decretos 2591 de 1991 y 306 de 1992, fue la acción de tutela para controvertir también las providencias judiciales notoriamente equivocadas.
Antes de esa normativa, los jueces eran amos y señores, porque nada ni nadie podía alzarse contra ellos. Lo único que detenía el abuso judicial eran denuncias por prevaricato, por lo general, imprósperas. Pero llegó la tutela contra providencias judiciales y los litigantes la recibieron con alborozo, pero los jueces con desconfianza. Y llegó para quedarse, por fortuna.
El ciudadano encontró abierta la puerta de la justicia para censurar los yerros garrafales de los mismos jueces por violación al debido proceso, es decir, por aplicar normas de manera notoriamente errada, como cuando un juez decide que en un proceso no es posible alegar de conclusión, o cuando considera que el interrogatorio de parte nunca puede exceder de cinco preguntas o que no existe el proceso de sucesión por causa de muerte.
La violación del debido proceso obliga al tutelante a explicar cuál norma se infringió, cómo y en qué circunstancia. Ante esa argumentación, el juez constitucional tiene el deber de confrontar la actuación entutelada con la norma supuestamente desatendida, para sobre esa realidad concluir si al ciudadano se le sometió a un trámite o proceso indebido y, por tanto, contrario a la Constitución, que no está obligado a soportar.
Pero la habituada jurisprudencia que se ha venido construyendo para denegar las tutelas contra providencias judiciales amenaza con tornar nugatorio este formidable amparo constitucional. En efecto, jueces colegiados o individuales, de todas las jerarquías, despachan los reclamos ciudadanos por violación al debido proceso invocando una jurisprudencia que se volvió catecismo y casi obligatoria aun en los más encumbrados estrados judiciales, así:
(i) “La providencia censurada no se ofrece caprichosa o absurda”.
(ii) “Aunque no se comparta el raciocinio de la providencia cuestionada, no procede la tutela porque no fluye de ella arbitrariedad”.
(iii) “Improcedente fundamentar la queja constitucional en discrepancias de criterio frente a interpretaciones normativas o valoraciones probatorias realizadas por los jueces naturales (sic), como si se tratara de una instancia más”.
Imposible citar las miles de argumentaciones del mismo talante. Tales alegaciones serían respetables si estuvieren respaldadas con un examen minucioso de la queja del tutelante en la que se consignase la identificación de la disposición jurídica supuestamente ignorada o inaplicada y en la que se explicase de qué manera se expuso al ciudadano a un trámite ilegal.
Cuando la tutela cumple los requisitos de procedencia, al juez constitucional le corresponde adentrarse en el estudio de las normas procesales y sustantivas denunciadas como quebrantadas, para decidir, con solvencia, si en efecto el proceso no fue tramitado con observancia de la ley procesal o sustantiva.
Eso no está aconteciendo en la generalidad de tutelas contra providencias, porque se despachan con ligereza, a veces sin haberse enterado suficientemente, porque todo es preparado por auxiliares y subalternos a semejanza de la “justicia sin rostro”, o guiados por la solidaridad de cuerpo, a partir de repetir el estribillo de que lo dicho por el juez entutelado no deviene disparatado, así riña con la normativa. Bajo ese precario análisis, ponen a salvo los dislates al derecho constitucional del debido proceso sin descender al fondo de la controversia. Regresamos a la doctrina de la vía de hecho que la misma Corte Constitucional superó y amplió hace décadas.
Algo tiene que pasar. Ojalá no lleguemos a la experiencia española, donde la Sala Primera del Tribunal Supremo, en sentencia del 23 de enero de 2004, declaró responsables civilmente a 11 magistrados del tribunal constitucional por daño moral causado a un ciudadano al que le negaron una solicitud en el trámite de un amparo constitucional, condenando “a cada uno de los demandados a pagar al demandante la cantidad de quinientos euros”. ¡Justicia a los jueces!
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