Ocho siglos de la Carta Magna
Diego Eduardo López Medina
Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes
diegolopezmedina@hotmail.com
El próximo 15 de junio, se conmemoran 809 años de la concesión forzada de la Magna Charta por parte del “mal rey Juan” a la aristocracia feudal que se le enfrentó. Quizás conozcamos su representación en el personaje del “príncipe Juan” de las historias animadas de Robin Hood (un león flaco, feo y sin melena), que intriga en contra de su hermano, el buen y noble Ricardo Corazón de León. Vale la pena hacer un resumen muy breve de la historia que produjo este documento importante en la historia del derecho constitucional.
Uno de los pueblos germánicos (“sajones”) que vivían en la península de Jutlandia (también llamada Anglia o Engel) cruzó el mar del Norte en el siglo V hacia el occidente para desembarcar y conquistar una gran isla que habitaban pueblos originarios celtas. Con el tiempo empezaron a llamarla “Engel-land”. Los conquistadores empezaron a identificarse como “anglo-sajones”, para diferenciarse de otros pueblos germánicos del continente. La “Casa de Wessex” se hizo dominante entre ellos, hasta que en la baja edad media la isla fue invadida desde el continente por los “normandos”, liderados por la Casa de los Plantagenet que reinaba en Normandía y Anjou. Su poder sobre Inglaterra se consolidó en el año 1066: surgió así el “imperio angevino”, una de las primeras grandes construcciones de dominación política de la Europa medieval, que cubría el occidente de la hoy Francia y la isla de los Anglosajones al norte.
El imperio angevino, sin embargo, entró en crisis en 1204: la casa de los Capetos, bajo el rey Felipe, los había despojado de sus territorios ancestrales en el continente después de la batalla de Bouvines (1204) para empezar a consolidar la actual Francia. El mal rey Juan, por tanto, había quedado encerrado en Inglaterra (donde era un rey foráneo) y se había dedicado a extraer por las malas (por vis et voluntas) los recursos económicos y humanos necesarios para recuperar sus territorios continentales. Decretó, por decirlo de alguna manera, una gran “reforma tributaria” con la que aumentó en pocos años los ingresos de la Corona.
El rey Juan se apropió de los bosques de la isla (que pasaron de su propiedad) y cobraba por la extracción de sus recursos; creó y aumentó impuestos de diversa naturaleza; exigió entregas de caballeros, soldados y equipamiento militar de cada ducado y baronía; cobraba dineros para autorizar el traspaso de herencias dentro de las familias acaudaladas o para autorizar el nuevo matrimonio de viudas a las que sometía a subastas al mejor postor. En fin, ordenó a sus súbditos que lo hicieron rico para recuperar la rota unidad del Imperio Angevino. Su relación con el papa Inocencio III fue compleja: se enfrentaron, primero, sobre quién tenía el derecho de nombrar el primado de Inglaterra con sede en Canterbury. El papa prevaleció, luego de excomulgar al rey por varios años, y nombró como arzobispo y cardenal a Stephen Langton, quien luego sería uno de los negociadores de la Magna Carta. El rey se comprometió además a participar en la Santa Cruzada contra Saladino en el Levante, reforzando así la justificación de sus exacciones. El papa Inocencio, en retribución, se volvería su aliado político.
Pero eso no fue todo: “el mal rey” también estableció una “justicia venal” como arbitrio rentístico: para aumentar sus ingresos, estableció un servicio real de justicia (i) donde los puestos judiciales se delegaban al mejor postor y (ii) donde las sentencias favorables se podían conseguir a cambio de pagos al tesoro real. Se “instrumentalizó” la justicia como un recurso fiscal de forma abierta.
Los barones reaccionaron frente a estos atropellos e iniciaron una revuelta en 1215. Dirigidos por Robert Fitz-Walter, redactaron la Carta Magna donde el rey se comprometía a regañadientes a dejar, una a una, las formas de expoliación que había establecido. Las nuevas reglas de limitación del poder eran variadas: en una, por ejemplo, no podía haber tributación, ni entrega de tropas, ni pagos herenciales o matrimoniales sin el consentimiento de los barones. Y, en segundo lugar, la Carta Magna desmontaba la justicia venal para hacer que los castigos, multas y demás privaciones de derechos tuvieran que seguir un due process y ser declarados “por pares”, no por los jueces venales establecidos por el rey. La justicia empezó así a adquirir tonos de independencia frente al poder. A los días de su expedición, Inocencio III declaró nula la Carta Magna y excomulgó a los barones. Pero luego de la muerte de Juan I, sus sucesores tuvieron que expedirla de nuevo para mantener la gobernabilidad. Se estableció así el principio de prohibir la venalidad de la justicia que hoy en día es tan importante, delicado y difícil de mantener. La plata siempre busca maneras de pagar el resultado del juicio judicial. Y los juristas deben mantenerse atentos a evitarlo.
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El próximo 15 de junio, se conmemoran 809 años de la concesión forzada de la Magna Charta por parte del “mal rey Juan” a la aristocracia feudal que se le enfrentó. Quizás conozcamos su representación en el personaje del “príncipe Juan” de las historias animadas de Robin Hood (un león flaco, feo y sin melena), que intriga en contra de su hermano, el buen y noble Ricardo Corazón de León. Vale la pena hacer un resumen muy breve de la historia que produjo este documento importante en la historia del derecho constitucional.
Uno de los pueblos germánicos (“sajones”) que vivían en la península de Jutlandia (también llamada Anglia o Engel) cruzó el mar del Norte en el siglo V hacia el occidente para desembarcar y conquistar una gran isla que habitaban pueblos originarios celtas. Con el tiempo empezaron a llamarla “Engel-land”. Los conquistadores empezaron a identificarse como “anglo-sajones”, para diferenciarse de otros pueblos germánicos del continente. La “Casa de Wessex” se hizo dominante entre ellos, hasta que en la baja edad media la isla fue invadida desde el continente por los “normandos”, liderados por la Casa de los Plantagenet que reinaba en Normandía y Anjou. Su poder sobre Inglaterra se consolidó en el año 1066: surgió así el “imperio angevino”, una de las primeras grandes construcciones de dominación política de la Europa medieval, que cubría el occidente de la hoy Francia y la isla de los Anglosajones al norte.
El imperio angevino, sin embargo, entró en crisis en 1204: la casa de los Capetos, bajo el rey Felipe, los había despojado de sus territorios ancestrales en el continente después de la batalla de Bouvines (1204) para empezar a consolidar la actual Francia. El mal rey Juan, por tanto, había quedado encerrado en Inglaterra (donde era un rey foráneo) y se había dedicado a extraer por las malas (por vis et voluntas) los recursos económicos y humanos necesarios para recuperar sus territorios continentales. Decretó, por decirlo de alguna manera, una gran “reforma tributaria” con la que aumentó en pocos años los ingresos de la Corona.
El rey Juan se apropió de los bosques de la isla (que pasaron de su propiedad) y cobraba por la extracción de sus recursos; creó y aumentó impuestos de diversa naturaleza; exigió entregas de caballeros, soldados y equipamiento militar de cada ducado y baronía; cobraba dineros para autorizar el traspaso de herencias dentro de las familias acaudaladas o para autorizar el nuevo matrimonio de viudas a las que sometía a subastas al mejor postor. En fin, ordenó a sus súbditos que lo hicieron rico para recuperar la rota unidad del Imperio Angevino. Su relación con el papa Inocencio III fue compleja: se enfrentaron, primero, sobre quién tenía el derecho de nombrar el primado de Inglaterra con sede en Canterbury. El papa prevaleció, luego de excomulgar al rey por varios años, y nombró como arzobispo y cardenal a Stephen Langton, quien luego sería uno de los negociadores de la Magna Carta. El rey se comprometió además a participar en la Santa Cruzada contra Saladino en el Levante, reforzando así la justificación de sus exacciones. El papa Inocencio, en retribución, se volvería su aliado político.
Pero eso no fue todo: “el mal rey” también estableció una “justicia venal” como arbitrio rentístico: para aumentar sus ingresos, estableció un servicio real de justicia (i) donde los puestos judiciales se delegaban al mejor postor y (ii) donde las sentencias favorables se podían conseguir a cambio de pagos al tesoro real. Se “instrumentalizó” la justicia como un recurso fiscal de forma abierta.
Los barones reaccionaron frente a estos atropellos e iniciaron una revuelta en 1215. Dirigidos por Robert Fitz-Walter, redactaron la Carta Magna donde el rey se comprometía a regañadientes a dejar, una a una, las formas de expoliación que había establecido. Las nuevas reglas de limitación del poder eran variadas: en una, por ejemplo, no podía haber tributación, ni entrega de tropas, ni pagos herenciales o matrimoniales sin el consentimiento de los barones. Y, en segundo lugar, la Carta Magna desmontaba la justicia venal para hacer que los castigos, multas y demás privaciones de derechos tuvieran que seguir un due process y ser declarados “por pares”, no por los jueces venales establecidos por el rey. La justicia empezó así a adquirir tonos de independencia frente al poder. A los días de su expedición, Inocencio III declaró nula la Carta Magna y excomulgó a los barones. Pero luego de la muerte de Juan I, sus sucesores tuvieron que expedirla de nuevo para mantener la gobernabilidad. Se estableció así el principio de prohibir la venalidad de la justicia que hoy en día es tan importante, delicado y difícil de mantener. La plata siempre busca maneras de pagar el resultado del juicio judicial. Y los juristas deben mantenerse atentos a evitarlo.
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