22 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 1 hora | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Intereses

193691

Maximiliano A. Aramburo C.
Abogado y profesor universitario

maramburo@aramburorestrepo.co

La realidad nos muestra cómo operaciones civiles y mercantiles se imbrican de manera inevitable: cuando un particular compra a otro una casa para su vivienda, posiblemente habrá acudido a un intermediario inmobiliario que se dedica profesionalmente a tal actividad o habrá contraído una obligación hipotecaria con un banco, la cual pagará con su salario. Obligaciones civiles, mercantiles, laborales y aun tributarias, en una única operación, o mejor, en una operación compleja con una única finalidad. ¿Qué justifica, entonces, la clasificación según la “naturaleza” de esas obligaciones, para efectos de saber qué régimen de intereses tiene cada una de ellas?

Ciertamente, a los deudores (que somos todos, o casi todos) nos convendría demostrar el carácter civil de nuestras operaciones, para buscar la aplicación de un régimen de intereses legales creado a mediados del siglo XIX, en una economía no inflacionaria, que tasa el interés (incluso moratorio) en una modesta tasa del 6 % anual, que es notablemente inferior a la que reditúan las rentas fijas más conservadoras del mercado. Pero esta pretensión parte de una contingencia y es que siempre tendremos como meta esa tasa de interés, que asumimos como inmodificable. ¿Por qué mantener esa tasa, que no corresponde a nada en el mercado y cuya única justificación es que se trata de la que está en la ley civil?

Un extremo opuesto quizás es insostenible, desde un punto de partida que se tome en serio las razones de justicia: no es posible mantener a flote una economía que dependa completamente de las tasas de interés bancario corriente, que puedan ser llevadas hasta el límite que legalmente define la usura. La necesidad del crédito se explotaría a sí misma, y las consecuencias ya las hemos padecido. Con todo, la existencia de tasas de interés disímiles parece contraevidente en un número increíble de casos. El dinero no transmuta su esencia: si se adquiere en una operación civil, no se convierte en mercantil cuando entra en una cuenta bancaria o cuando una porción del salario sale del bolsillo de un trabajador para pagar un café en un comercio, aunque ese salario se haya bancarizado. Podríamos, incluso, imaginar conversiones que tiendan al infinito solo para justificar cómo en cada una de ellas debe aplicarse un interés diferente: un deleite para un incomprensible examen preparatorio. 

En pocas, pero doctas sentencias, incluso, la Corte Suprema de Justicia ha reconocido que el interés moratorio que ha de devengar una condena judicial debe ser el mercantil, si ambas partes tienen la calidad de comerciantes. Así, por ejemplo, en la Sentencia SC 3749 de 2021 se dijo que se aplicaría el régimen mercantil a los intereses que habría de pagar el demandado sobre la condena judicial, pero tal decisión no se deriva del tipo de operación que realizaban las partes (un contrato, por ejemplo), sino de la calidad “intrínseca” de comerciantes que ambas detentaban, en un caso en el que se discutía la indemnización a una empresaria, por el incendio de su establecimiento como consecuencia de una falla eléctrica en la red pública.

Que nos veamos obligados a hacer este tipo de distinciones para saber qué tasa se aplica debería ser un llamado a simplificar las cosas. Es un llamado mínimo a la racionalidad legislativa, que tenga en cuenta criterios de justicia distributiva, que no ignore cómo funciona la economía y que no olvide qué es el dinero.

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