22 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 25 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

La fragmentación de la escritura: la paradoja de Goody y Watt

200156

Diego Eduardo López Medina
Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

El antropólogo social Jack Goody y el crítico e historiador literario Ian Watt publicaron un artículo en 1960 titulado The Consequences of Literacy (Las consecuencias de la cultura escrita). Algunos de sus argumentos tienen evidentes implicaciones para nuestros principales debates en la teoría jurídica.

Los autores presentan y explican una dicotomía básica en la historia cultural de la especie humana. Durante milenios, los seres humanos vivieron en culturas orales. A partir de cambios acaecidos en las civilizaciones que florecieron en la media luna fértil del Oriente Próximo (como la sedentarización agrícola, la aparición de las primeras ciudades y, en general, la densificación de las interacciones y la complejización de la vida social y económica), los seres humanos empezaron a usar signos y símbolos escritos como forma de comunicación contable, económica, política y jurídica.

La tecnología de la escritura se fue desarrollando en un doble arco. Por el lado de su soporte material, los seres humanos empiezan a escribir en piedra que luego sería reemplazada por el barro y, poco a poco, por el papiro, el pergamino y, finalmente, el papel. Por el lado de las signos y marcas que se inscriben o epigrafian, los pictogramas más espontáneos dieron paso a logogramas y, mediante la aparición de la técnica de res pro rebus (¿recuerdan los “jeroglíficos” de Ernesto Franco en El Tiempo?), a fonogramas silábicos y, posteriormente, entre semitas, fenicios y griegos, al alfabeto romano que se ha globalizado de forma muy dominante.

Estos cambios técnicos simplificaron la escritura y abrieron así la posibilidad de masificarla, arrancándola del conocimiento esotérico de los escribas. En Grecia, entre los siglos VIII al V a. C., aparece así una “cultura escrita”, donde se enseña a leer y a escribir a los infantes, y donde la inserción en los circuitos económicos, políticos y jurídicos pasa por el dominio de la lecto-escritura.

El gobierno de grandes ciudades y estados y la administración de la creciente producción e intercambio exigían la técnica de la escritura. Por razón de la complejización de estas actividades, la memoria y la oralidad resultan desbordadas y es preciso hacer anotaciones, dejar registros y comunicarse asincrónicamente con muchos y a la distancia: sin esos requisitos, es imposible el crecimiento político y económico de la humanidad que se desenvuelve.

En Derecho, en especial, no es posible el gobierno de grandes Estados e imperios sin la escritura. El Derecho oral y consuetudinario es útil en comunidades y aldeas pequeñas donde la interacción cara a cara es capaz de establecer y sustentar normas que mantengan el orden social. Las estelas, tabletas, obeliscos, pergaminos y libros que los arqueólogos, historiadores y abogados analizamos son intentos por llevar mensajes a sitios distantes y estos mensajes casi siempre expresan normas y jerarquías. La escritura arropa y transmite los procesos de jerarquización social en sociedades de creciente complejidad.

Y aquí aparece la paradoja de Goody y Watt: la escritura ayuda a fijar y universalizar las normas (y muchos otros significantes culturales). La escritura crea textos normativos comunes que se pueden reproducir idénticamente en todas las localidades de un Estado o de una Iglesia. La escritura es fundamental para “positivizar” (hacer real y cierta la transmisión de las órdenes y mandatos). Pero la cultura escrita también genera otro fenómeno: todo el mundo puede leer y escribir y se genera así un distanciamiento crítico y escéptico con las tradiciones y los mitos que generan homogeneidad y cercanía cultural. Todos pueden ahora leer esos mitos y tradiciones de su cultura, pero el problema es que no muchos lo hacen en la realidad y los que lo hacen empiezan a dudar de su veracidad. Se reemplaza así la transmisión oral del folklore (incluyendo el del derecho consuetudinario) por el esfuerzo personal de adquirir ese conocimiento en la lectura que, dependiendo del profesor o del estudiante, puede ocurrir o no. La oralidad que aseguraba una matriz cultural común se traspasa ahora a escritos que se fragmentan en la memoria individual.

La cultura escrita también acelera procesos de individuación: la tradición oral es común y compartida, pero la escrita es dispersa y especializada (por intereses y campos –no muchos abogados leen a Goody y Watt y no muchos antropólogos leen el Código Penal–), cada cual lee lo que quiere (en un proceso de autoconstrucción personal) y se favorece en la lectura una actitud escéptica, crítica y hermenéutica. Los textos se acumulan sobre los textos, las palabras sobre las palabras y, así, la promesa inicial de la escritura como fijación de sentido se convierte en un inmenso bazar de opiniones discordantes y centrífugas en las que se incardina un enorme pluralismo interpretativo y discursivo. El pluralismo puede, a su vez, derivar en multipolarización, es decir, en una sociedad fragmentada donde los textos comunes son leídos desde muchas y diferentes trayectorias y opciones.

La fijación escrita de la información termina, pues, en la dispersión hermenéutica del significado. Las estructuras sociales de la positivización del Derecho terminan en la Torre de Babel. Por esa ruta, según la paradoja de Goody y Watt, la positivización del Derecho termina en un amplio espacio social de indeterminación normativa. ¿Quién lo creyera?  Este escrito es apenas otro papel en la historia de la dispersión de la cultura escrita.

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