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Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Especiales / Informe


Estándares para una democracia ambiental eficaz pos-Escazú

10 de Mayo de 2023

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Estándares para una democracia ambiental eficaz pos-Escazú (Shutterstock)

Jorge Iván Hurtado Mora

Profesor investigador Universidad Externado de Colombia

Consultor en Derecho Ambiental

Una aproximación al concepto básico de democracia ambiental supone dinamizar los cimientos de la Constitución Política de 1991 –Estado social de derecho y democracia participativa– para determinar la necesidad de una intervención ciudadana eficaz en la construcción de decisiones públicas alrededor del manejo sostenible y adecuado de la oferta ambiental.

En la actualidad, el ambiente es, indudablemente, un elemento apropiado por un proceso político y parte de la profunda polarización que vive el país. Es urgente superar las orillas insalvables que originan categorías odiosas entre amigos y enemigos del ambiente y alcanzar consensos, que lo declaren una cuestión de Estado y no de gobierno; un concepto superior cuya ponderación equilibre derechos y expectativas, sin renunciar a su condición de talante superior, establecida en el artículo 79 constitucional.

El presente documento busca, de manera desprevenida, identificar estándares mínimos para que la hoy llamada “democracia ambiental” promueva una participación ciudadana amplia y suficiente, a propósito de la ratificación por Colombia del Acuerdo de Escazú, pero dejando de lado la radicalización y la visceralidad que termina aniquilando otros derechos y expectativas, que también contempla la Carta del 91.

¿El régimen constitucional y legal prevé la participación ciudadana en cuestiones ambientales?

La respuesta a este planteamiento es sí, por lo menos en lo formal, pues es demostrable que la Constitución declara, en primer lugar, el derecho colectivo al goce de un ambiente sano y, seguidamente, la necesidad de generar espacios para que los ciudadanos puedan intervenir en la toma de decisiones públicas ambientales que afecten sus intereses (art. 79). Para ello, le trasladó al sistema legal la tarea de crear suficientes instrumentos de participación, lo que efectivamente hace la Ley 99 de 1993 –en el ámbito administrativo–, al crear e implementar los terceros intervinientes, las audiencias públicas y las consultas previas, entre otros.

Una cuestión diferente es si luego de creados, estos instrumentos han sido eficaces, suficientes y operativos, pero, sobre todo, cuál es su verdadero efecto vinculante en las decisiones tomadas por las autoridades, algunas tan importantes, como el otorgamiento de licencias ambientales. Lo cierto es que, actualmente, la manera como se participa es cuestionada sostenidamente tanto por aquellos que ostentan la salvaguarda de intervención, como para los que, en el desarrollo de proyectos, deben tramitar como condición previa las respectivas licencias, concesiones, autorizaciones y permisos, en cuyos procedimientos pueden solicitarse los ya referidos sistemas de intervención.

La estructura participativa, entonces, pareciera que, en lugar de convertirse en un catalizador entre las consabidas tensiones relacionadas con la sostenibilidad, se decanta como un detonante que acrecienta la polarización y, por tanto, el aumento de los llamados conflictos socioambientales.

Pos-Escazú

No se adentrará este documento en el Acuerdo de Escazú, tantas veces analizado desde sus distintos vértices, el cual, en su camino a la ratificación, generó un millar de debates a partir de esa misma polarización citada, sobre las implicaciones que generaría su obligatoriedad para el Estado colombiano.

Lo cierto es que, como se ha creído erróneamente, la entrada en vigencia plena del acuerdo –aún faltan algunas etapas finales, entre ellas, la revisión sustancial por la Corte Constitucional– no cambia por arte de gracia la arquitectura vigente de la participación ciudadana en la gestión ambiental. Por supuesto que sí es el marco apropiado para, a partir de sus contenidos y obligaciones, trascender hacia un esquema mucho más efectivo en términos de una intervención comunitaria menos ritual y más sustancial que paralelamente logre consensos entre sectores y ofrezca seguridad jurídica. Este ejercicio posterior debe ser lo suficientemente riguroso en lo jurídico y científico, desprovisto de intereses particulares y de esas veleidades y visceralidades que nos siguen situando en orillas insalvables. En últimas, los procesos posteriores de desarrollo reglamentario deben ser garantes de la participación ciudadana como derecho fundamental, del principio de legalidad y de la seguridad jurídica.

Tres escenarios actuales guardan relación con lo acá expuesto: (i) el Plan Nacional de Desarrollo (PND), (ii) la iniciativa legislativa que busca modificar el Sistema Nacional Ambiental previsto en la Ley 99 de 1993, y (iii) el proyecto de democracia ambiental que hoy cursa en el Congreso.

Sobre los dos primeros no me referiré atendiendo a todas las modificaciones que el proyecto de PND sigue teniendo en su contenido y a que la iniciativa sobre el Sina, seguramente, no tendrá cabida en esta legislatura.

Proyecto de ley sobre democracia ambiental

En la actualidad, se surte el proceso legislativo del proyecto “Por medio de la cual se regula el derecho a la participación de la ciudadanía afectada y potencialmente afectada por el desarrollo de proyectos de exploración y explotación de recursos naturales no renovables, se crean mecanismos de participación para deliberar y decidir sobre la ejecución y desarrollo de esos proyectos y se dictan otras disposiciones”. Frente al particular, la iniciativa busca incorporar la garantía del derecho a la participación ciudadanía en todos los proyectos de exploración y explotación de recursos naturales no renovables.

El contenido incorpora nuevos mecanismos de participación, diferenciados entre las actividades de exploración y las actividades de explotación, desde un enfoque horizontal que alude a una relación más armónica entre institucionalidad y comunidad.

En materia de mecanismos, se contempla el ajuste, tanto en la fase de exploración como de explotación, de los recursos no renovables. Por citar solo dos ejemplos, (i) se hace referencia a las audiencias públicas ambientales (art. 12 y ss.) ante solicitudes o convocatorias para el desarrollo de proyectos de exploración de recursos naturales no renovables, ordenada mediante sentencias C-389 del 2016 y SU-095 del 2018, y (ii) a los cabildos abiertos socioambientales (art. 15) como alternativa a la consulta popular, en los cuales las comunidades podrán tomar decisiones de carácter vinculante sobre los proyectos, lo que da un giro evidente respecto al alcance y los efectos de la participación, tal como se concibe actualmente.

Hoy, el proyecto de ley se enfrenta a cuatro desafíos que, en mi criterio, serán decisivos: (i) lograr el equilibrio de los principios de subsidiariedad, concurrencia y coordinación, que reconoce la jurisprudencia reciente de la Corte Constitucional sobre las competencias del nivel nacional y de los entes territoriales en el uso y el aprovechamiento de los recursos del subsuelo. (ii) Evaluar el alcance del proyecto y su impacto sobre el sector ambiental, al reconocer el rol otorgado a las autoridades ambientales del orden regional. (iii) Articular los mecanismos de participación que crea con los instrumentos existentes (L. 99/93, art. 72, y D. 1076/15, art. 2.2.2.4.1.1). Y (iv) reducir la atomización y la visión fragmentada que, como ya se manifestó, hoy tiene la participación en los asuntos ambientales de interés del público.

Así descrita, esta iniciativa puede convertirse en el instrumento que marque el derrotero hacia una participación ciudadana, en donde los individuos sientan que los insumos aportados en estos procesos democráticos se plasman en las decisiones públicas, pero también en donde los operadores económicos perciban que estos procesos solo son una oportunidad para oponerse per se a la ejecución de proyectos.

Siento acá mi respetuosa posición personal para advertir que no necesariamente el grado sumo de la democracia se ve reflejado en crear mecanismos en los que una decisión que solo le es atribuirle a la autoridad, prácticamente, se le traslade a la comunidad, cuando muchos de los criterios para adoptarla son definitivamente técnicos y científicos. Por tanto, debería ser aún largo el debate y el análisis que debe dársele al proyecto referido y coherente con su entraña y tal discusión deben concurrir todos los actores que, de una u otra forma, son parte de este asunto.

Algunos estándares a tener en cuenta

Finalizo con algunos estándares que deberían ser tenidos en cuenta en el debate:

- Valoración y dimensión de los aportes comunitarios en la toma de decisiones ambientales.

- Armonización y coexistencia entre cientificidad y participación.

- Transición de una participación ritual a una sustancial.

- Acceso a la información de calidad para participar.

- Seguridad jurídica para los operadores económicos usuarios de la oferta ambiental.

- Discusiones y ponderación de argumentos desprovistos de radicalismo y activismo.

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