25 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 2 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Maldad, obediencia y burocracia

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Juan Manuel Camargo G.

Hay un libro viejo, olvidado, pero muy recomendable, que se llama La obediencia a la autoridad, del sicólogo estadounidense Stanley Milgram.

En 1961, una de las grandes noticias mundiales era el inicio del juicio del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, en Jerusalén. La defensa de Eichmann consistía en alegar que él simplemente había seguido órdenes, de modo que Milgram ideó un experimento para determinar si era creíble que una persona común y corriente ejecutara actos malvados si se le ordenaba hacerlo.

Oficialmente, el experimento tenía el propósito de estudiar los efectos del castigo en el aprendizaje. A una persona (el estudiante) se le ataba a una silla, se le conectaban electrodos y se le pedía que aprendiera unas palabras. A otra persona (el profesor), se le encargaba que le tomara la lección al estudiante y que le aplicara descargas eléctricas de intensidad creciente cada vez que este se equivocara. Al primer error, el profesor enviaba una descarga eléctrica de 15 voltios. Al segundo, la descarga subía a 30 voltios, y así sucesivamente, hasta 450 voltios. El profesor aplicaba las descargas con un aparato, que no solo medía la intensidad con una aguja, sino que además tenía letreros como: “descarga ligera” o “peligro: descarga severa”.

El verdadero centro del estudio era el profesor. Este era un voluntario que realmente pensaba que estaba tomando una lección y administrando descargas eléctricas. El estudiante, en cambio, era un actor que en realidad no sufría ningún daño. Lo que se quería medir era hasta qué voltaje estaba dispuesto a llegar cada “profesor”, sabiendo que infligía un dolor cada vez mayor al estudiante. Con cada descarga, los estudiantes no solo se quejaban, sino que protestaban, suplicaban o demandaban ser liberados. A los 285 voltios, los actores debían emitir gemidos tan fuertes que, sin duda, pudieran ser tomados como gritos de agonía.

Para consternación de todos, el experimento (que ha sido replicado varias veces) muestra siempre que entre el 61 % y el 66 % de los “profesores” llega a descargar en los “estudiantes” el voltaje máximo de 450 voltios. En el transcurso del experimento original, todos los “profesores” lo cuestionaron en cierto punto, pero la mayoría se dejó convencer con argumentos como “el estudio debe continuar” o “usted se obligó a obedecer”. Ningún “profesor” se negó rotundamente a aplicar más descargas antes de alcanzar los 300 voltios, nivel en el que los “alumnos” empezaban a dar señales de estar corriendo un riesgo mortal. 

Antes del experimento, Milgram y su equipo pensaban que la mayoría de los sujetos se detendría en 130 voltios y que solo algunos sádicos aplicarían el voltaje máximo.

Se ha debatido si este experimento realmente puede dar luces sobre el holocausto, pero, más tarde, en 1963, Hannah Arendt publicó su libro más conocido, que lleva como subtítulo Un informe sobre la banalidad del mal. En él, Arendt se aparta de la visión de Eichmann como un monstruo sádico, y más bien lo cataloga de payaso: un burócrata sin inspiración que se sentaba en su escritorio y cumplía con su deber. De hecho, está documentado que a Eichmann le daba asco ir a los campos de concentración.

Milgram escribió que la lección más fundamental de su estudio es que “gente común y corriente, simplemente haciendo sus trabajos, y sin ninguna hostilidad particular, pueden volverse agentes en un terrible proceso de destrucción”. 

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