29 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 1 hora | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

Adaptación o resistencia: la crisis de la universidad

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Jorge González Jácome

Profesor asociado de la Facultad de Derecho Universidad de los Andes

Uno de los relatos que acompañó todo el año de quienes trabajamos en universidades es el de la crisis de la educación superior que se refleja, de un lado, en el descenso de las matrículas y, de otro, en la desconexión entre la oferta educativa y lo que piden las nuevas generaciones que entran a las aulas. Las nuevas tecnologías de inteligencia artificial, la presión de las redes sociales y del mundo digital en general, el acceso prácticamente ilimitado a la información y el descenso poblacional son algunos de los responsables de esta sensación de crisis que tiene efectos económicos y emocionales en proyectos de vida de quienes trabajamos en instituciones de educación superior. Muchos directivos se han movido ágilmente y pareciera que hay una palabra que condensa la orientación futura de la educación: adaptación.

Hay que adaptarse a las nuevas tecnologías, por ejemplo, planteando reglas para el uso de estas en las aulas de clase. Es decir, el estudiante puede usar una herramienta como ChatGPT para escribir sus ensayos, pero debe declarar cómo lo usó. Igualmente, en algunos reportajes recientes sobre la carga de lectura a nivel universitario en EE UU, algunos profesores expresan que se han tenido que adaptar porque los estudiantes ya no leen textos largos. Por ello, prefieren dejar textos cortos, de 10 páginas, cambiar sus programas de clase y adaptarse a la realidad de que las personas entre 18 y 22 años ya no dedican tanto tiempo a la lectura. Su adaptación consiste en cambiar su selección de textos y su método en clase para que las conversaciones sean más sobre intuiciones y sensaciones, y menos sobre lecturas profundas, densas y largas. 

María, una exestudiante que no me estoy inventando y que hace unas semanas pasó a saludarme a mi oficina para reportar que su semestre iba bien, me puso este tema sobre la mesa. Acababa de llegar de un intercambio en una universidad en el exterior y me dijo que se había sentido muy bien en una clase de teoría jurídica, porque parte de las discusiones que vio las habíamos abordado obsesivamente en el semestre que tomó mi clase. Ella sentía, sin embargo, que algo estaba cambiando. En el proceso de adaptación, me dijo, estaba viendo que los estudiantes estaban esperando cada vez más que por clase no tuvieran que leer más de 10 o 15 páginas y que, si la lectura sobrepasaba este rango, los estudiantes simplemente no la hacían. Igualmente, si la lectura –y estas son palabras de ella– no tenía globitos, flechitas, dibujos, colores, inmediatamente era identificada como una lectura densa y los estudiantes le pasaban la mirada por encima como para saber de qué se trataba y nada más.

Entiendo que tenemos que adaptarnos y que esta es una respuesta a la crisis. Pero al mismo tiempo creo que si la educación superior se convierte en una búsqueda sin cesar de adaptarse a lo nuevo vamos a perder parte del sentido de las universidades: el proyecto político y ético de dar herramientas de resistencia y de transformación para que los futuros profesionales cambien lo que no está bien en el mundo. La adaptación es necesaria, pero adaptación como único norte, sin insumos para resistir lo que no marcha bien, terminará por producir una versión edulcorada de la universidad en donde no habrá marcha atrás en su conversión en una empresa cuya mayor inspiración es satisfacer las necesidades del cliente.

Percibo que mis colegas quieren “tirar la toalla” como consecuencia de experiencias frustrantes en el salón de clase como la que acabo de tener este semestre en donde muchos de mis estudiantes pasaban cuatro horas a la semana más pendientes de su WhatsApp que de lo que pasaba en el salón, sin leer los materiales de curso, sin proponer diálogos al profesor, sacando malas notas o simplemente no asistiendo a clase. Adaptarnos a las nuevas generaciones fueron las palabras que más oí para enfrentar esta realidad. Pero creo que también tenemos que resistirlas de algún modo, casi como un gesto performativo en donde quienes llegan a la universidad pueden captar cómo hay posibilidades de resistencia contra el estado de cosas y espacios para imaginar otras alternativas.

El 1º de noviembre, The Cure sacó su primer disco en 16 años. Songs of a lost world, el disco, ha sido catalogado como una obra maestra y ha alcanzado el número uno en diferentes conteos de música. Tiene ocho canciones que no son fáciles de oír, que hay que dedicarles tiempo, que hay que oír una y otra vez para entenderlas tanto en su música como en su letra. Incluso, la última canción dura más de 10 minutos y uno se siente oyendo una de las mejores versiones de este grupo. Ese disco nos sigue pidiendo tiempo, como en 1989 lo pidieron con su Disintegration, solo que ahora cantan sobre el paso del tiempo, sobre hacer rock siendo viejos, sobre el mundo perdido. Mientras que hay músicos viejos preocupados por hacer su versión del reguetón para adaptarse a las nuevas audiencias, The Cure sigue su camino y grabó quizás el mejor disco del año con un gesto de resistencia, diciendo: acá están las canciones del mundo perdido, pero ahora que las he grabado ese mundo deja estar perdido y quizás hay algo que aún se puede recuperar. Ese es el mismo reto hoy de enseñar, resistiéndose y no solo adaptándose.

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