Jorge Octavio Ramírez Ramírez, ‘in memoriam’
Enán Arrieta Burgos
Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Pontificia Bolivariana
El 12 de junio del 2024, Jorge Octavio Ramírez Ramírez falleció, rodeado del amor de su familia. La muerte, tal vez un exceso como creía Lévinas, le llegó serenamente a un hombre siempre justo y ponderado. Escribo estas palabras, sin duda triviales e insuficientes, para conmemorar su existencia y agradecer su legado.
Jorge Octavio fue, durante más de 30 años, juez, magistrado y consejero de Estado. Aunque un trabajo nunca define lo que somos, una vocación sí ofrece un retrato fiel de nuestro temple de ánimo. Cuando se despidió del Consejo de Estado, corporación de la que fue presidente, partió entre aplausos, con la promesa de que su vocación lo acompañaría hasta el final de sus días: ser juez. El oficio de vivir al servicio de la justicia era, como repetía insistentemente, una vocación. Ser juez, mucho más que una decisión calculada, era una pasión. Porque la justicia pica, solía afirmar, recordando la expresión de algún amigo.
Jorge Octavio nos enseñó, con su personalidad, que la justicia debía ser empática, humilde y sosegada. Situarse en los zapatos del otro, escucharlo, buscar el justo medio, comprender para juzgar y reconocer la posibilidad del error son características que no desdibujan la autoridad, sino que, más bien, perfilan su legitimidad. Se dice, a manera de lugar común, que las instituciones son más que las personas. Pero no, con Jorge Octavio la regla no aplica. Cuando las personas son verdaderas instituciones, con su partida se pierde algo de esa aura que caracteriza lo sagrado. Hoy la muerte le quita la toga, pero nunca la dignidad de su alma.
Por más de tres décadas, Jorge Octavio ejerció otra vocación: ser profesor. Entre el 2020 y el 2023 asumió la decanatura de la Escuela de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Pontificia Bolivariana, de la que era egresado y profesor. En medio de la pandemia, se echó al hombro una comunidad académica, a quien inspiró con su sabiduría y contagió con su alegría. Esa sabiduría que solo dan los años, que se alimenta de los silencios y que se pone a prueba con las palabras justas, en el momento oportuno. Esa alegría propia de una persona vital y activa, con mucho entusiasmo, para algunos, quizás, con demasiado. Jorge Octavio era lo que llaman, hoy en día, un posibilista. Hacía que las cosas pasaran. Heraldo de buenas noticias y trabajador incansable, revivió la Clínica Jurídica, consolidó la armonía entre los profesores, convocó de nuevo a los egresados, avivó la curiosidad entre los estudiantes, le imprimió un nuevo aire a la Escuela y la mantuvo al orden del día en la agenda nacional.
Ahora pienso que fue un lujo inmerecido tener, a la vuelta de un café, a un ser humano noble y ejemplar. En la universidad, quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y admirarlo, aprendimos con sus palabras y acciones. Destaco tres lecciones de vida. Primero, a ver en todas las personas la realización de la bondad. Las personas son buenas, afirmaba, y de nosotros depende saber en qué o para qué. Segundo, a guiar nuestras decisiones con sentido práctico. Lejos de fundamentalismos inútiles o de vanidades teóricas, su consejo invitaba a comenzar pensando las consecuencias prácticas de nuestras acciones. Tercero, a ser solidarios. Hizo el bien a muchas personas, que ni siquiera se enteraron. Aunque muchos quedamos en deuda con él, tengo la certeza de que su mano amiga se extendió siempre de forma desinteresada. A él le debo esta columna en Ámbito Jurídico, pero, por encima de todas las cosas, una renovada fe en la humanidad.
El mundo, nuestro mundo, es un lugar mejor gracias a que Jorge Octavio transitó por él. Porque su paso por la vida no fue un dicho de paso, su legado guía, cual brújula moral, el horizonte de nuestro tiempo. A su esposa, hijos, familia y seres queridos, en nombre de la Facultad de Derecho de la UPB, les expreso nuestras sinceras condolencias y les prometo que lo recordaremos siempre.
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