23 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 4 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

La responsabilidad precontractual: ¿institución o entelequia?

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Diego García Vásquez

Jefe del Área de Derecho Privado en la Universidad Militar Nueva Granada

La ley colombiana exige respetar la buena fe durante la etapa precontractual[1]. Ello supone, por ejemplo, transmitir sin reticencias toda la información relevante y abstenerse de romper abrupta e injustificadamente las negociaciones. La violación de esas dos reglas de conducta desata la responsabilidad del infractor. Esta se concreta por la violación de la confianza legítima que el afectado tenía en la celebración del contrato y en su validez.

Existen dos tesis sobre la naturaleza de esta responsabilidad: la reduccionista y la autonomista[2]. La reduccionista afirma que la responsabilidad precontractual corresponde a una de las dos clases tradicionales de responsabilidad, contractual o extracontractual, y debe entonces adoptar el régimen de alguna de ellas. La tesis autonomista defiende la especialidad de la responsabilidad precontractual y la existencia de un régimen autónomo y distinto de los tradicionales.

La tesis reduccionista contractual se funda en que los negociadores tienen una obligación, entre personas y con prestaciones definidas, que los compele a prodigarse lealtad, información y confianza, a pesar de que no haya un contrato todavía. Es lo mismo que ocurre con los cuasicontratos: son tan semejantes a los contratos que la responsabilidad por incumplirlos es la contractual. A la agencia oficiosa, por ejemplo, se le aplican algunas normas del mandato[3] por ser una figura muy cercana.

A la tesis reduccionista contractual se le pueden dirigir dos críticas: en primer lugar, no todos los contratos suponen una negociación entre personas conocidas de las que pueda exigirse un comportamiento concorde con la buena fe. Piénsese, por ejemplo, en las máquinas proveedoras de alimentos, en las lavanderías con monedas o en los cajeros automáticos. En segundo lugar, no es cierto que entre los negociadores se concrete una obligación, si la hubiera, el afectado tendría una acción de cobro coactivo en caso de incumplimiento. Esta se derivaría de la existencia de derechos personales recíprocos, pero tales derechos y acciones en realidad no existen. La buena fe precontractual solo genera deberes, es decir, reglas de conducta sin vínculo jurídico, por cuya inobservancia no se generan acciones de ejecución sino de responsabilidad.

La tesis reduccionista extracontractual parte de la premisa de que la responsabilidad contractual solo se concreta frente al incumplimiento de obligaciones surgidas de un contrato válido. En la fase precontractual este no se ha formado, por lo que tiene que tratarse de responsabilidad extracontractual, en el entendido de que esta resulta aplicable residualmente, siempre que los daños no se deriven del incumplimiento de un contrato.

Esta tesis tiene dos defectos. En primer lugar, la tesis parte de una premisa cierta, pero de ella extrae una conclusión falsa, que por ser inaplicable la responsabilidad contractual es aplicable la extracontractual. En segundo lugar, que la ausencia de contrato obliga a asimilar la relación entre los negociadores a una simple relación casual, accidental o transitoria, como la que se deriva de un siniestro vial o de un homicidio.

La tesis autonomista se sustenta en que las reglas de la responsabilidad precontractual deben basarse en la lógica propia del proceso de formación del contrato, en lugar de inferirse por analogía de los otros dos regímenes. Eso implica conocer los deberes secundarios de conducta, propios de la fase precontractual. Su trasgresión nociva desata la aplicación de reglas propias. Esta tesis es insostenible porque la responsabilidad precontractual se configura cuando concurren los elementos estructurales de cualquier responsabilidad, lo que debilita bastante la idea de la autonomía.

Además, no es cierto que al resarcimiento del daño precontractual se le apliquen reglas propias. Esas reglas no existen. Solo existen las reglas de responsabilidad contractual y extracontractual. Ello implica que la responsabilidad precontractual debe regirse por alguna de ellas. En tal caso, no podrían ser las contractuales; al no haber contrato, no se puede graduar la culpa, pues la graduación se basa en el beneficio contractual. Tampoco se debe analizar si la prohibición de violar la confianza legítima es de medio o de resultado, pues tal división solo se aplica a las obligaciones y tampoco parece razonable exigir que medie constitución en mora.

Ahora bien, esas posturas teóricas pueden resultar inanes, si se analiza el régimen del resarcimiento. Frente a la responsabilidad precontractual, se han propuesto dos teorías sobre los daños resarcibles. Una de ellas considera que solo es resarcible el daño al interés contractual negativo. Este consiste en vulnerar la confianza que el afectado tenía razonablemente en la celebración del contrato y en su validez. Una ruptura intempestiva e injustificada de las negociaciones impediría la celebración y una reticencia sobre la información relevante generaría la nulidad.

En tal caso, el afectado tendría derecho al rembolso de los gastos derivados de la negociación y al reconocimiento de las ganancias que haya perdido por emprenderla. Esto último puede darse por abortar posiciones lucrativas, debido al inicio y desarrollo de la negociación frustrada o de la nulidad sobrevenida del contrato. En síntesis, el afectado tendría derecho a la indemnización del daño emergente y del lucro cesante derivados de la negociación.

Otra teoría considera que el afectado puede demandar el resarcimiento del daño al interés contractual positivo. Este se manifiesta en la ejecución del contrato proyectado. La teoría postula que el sujeto afectado puede demandar la indemnización del lucro cesante que representan las ganancias que el contrato le procuraría si este se hubiera celebrado o si gozara de validez. De esta manera alcanzaría una indemnidad prospectiva, al quedar en la situación que probablemente tendría si el contrato se hubiera celebrado.

Ninguna de las dos teorías es acertada. Respecto de la primera, el resarcimiento del interés contractual negativo contradice las reglas de imputación del daño. Los gastos en los que se incurre para desarrollar la negociación no surgen de la violación del derecho a la confianza legítima. Son un presupuesto para emprender la negociación y su incursión no es imputable a la contraparte.  Si tales gastos constituyeran un perjuicio, este debería ser posterior a la defraudación de la confianza y derivarse de ella. Solo así podría afirmarse que el perjuicio tiene una relación causal con el hecho generador, pues la causa siempre es anterior a lo causado. Ello no ocurre cuando las erogaciones para negociar se concretan antes de la ruptura de la negociación o de la reticencia que engendra la nulidad.

Con el lucro cesante ocurre lo mismo. Piénsese en la terminación de un contrato rentable o en la declinación de una oferta onerosa que hubiera sido aceptada, en ambos casos el sujeto actúa para iniciar y desarrollar las negociaciones y ello ocurre antes de que la contraparte las rompa o falte al deber de informar lo que corresponda. De manera que ni la terminación del contrato ni la declinación de la oferta se deben a la ruptura de las negociaciones ni a la reticencia, con lo cual resulta inviable imputarle la frustración del ingreso a la contraparte.

La teoría del interés contractual positivo es igualmente desacertada. El daño, para ser resarcible, debe ser cierto. Ello se echa de menos en el caso bajo análisis. El ingreso económico derivado de un contrato supone su existencia y su subsistencia. Por tanto, si el contrato no se perfecciona por la ruptura de las negociaciones que debían conducir a su nacimiento, faltaría la fuente de tal ingreso. Y si el contrato deviene nulo, los ingresos percibidos deben restituirse por efecto de las restituciones inherentes a la nulidad del contrato, que lo aniquila retroactivamente y extingue consecuentemente el derecho a percibirlos.

Ahora bien, si se acepta la existencia del daño en la modalidad de pérdida de oportunidades, el panorama, en principio, cambiaría ligeramente. Este sería el único daño cierto en la fase precontractual. El interés en culminar la negociación con la celebración de un contrato válido es una situación favorable que se trunca por la ruptura de las negociaciones o por la nulidad del contrato. Ese daño se resarce con el pago de una indemnización equivalente a la probabilidad porcentual de su celebración y cumplimiento.

Sin embargo, la existencia de ese tipo de daño es discutible. La metodología para calcular el importe de las indemnizaciones no parece del todo ajustada a la lógica ni a la técnica decantada sobre la liquidación de los perjuicios: ¿cómo calcular una probabilidad cierta con base en un hecho incierto? Además, la pérdida de las oportunidades supone la interrupción de la sucesión normal de los acontecimientos, y esa interrupción implica que los cálculos estadísticos sean especulativos porque se basan en contingencias. Ello desdice del carácter cierto que debe ostentar el perjuicio para ser resarcible.

Así las cosas, no es herético afirmar que la responsabilidad precontractual es inexistente por sustracción de materia.

 


*Jefe del Área de Derecho Privado en la Facultad de Derecho de la Universidad Militar Nueva Granada (sede Campus), doctor en derecho de las Universidades Externado de Colombia y París I (Panthéon-Sorbonne), profesor de responsabilidad civil y seguros.

[1] Código de Comercio, art. 863.

[2] Sobre ellas, Mauricio Rengifo Gardeazabal, La formación del contrato, Bogotá, Temis, 2016, pp. 271-276

[3] Código Civil, art. 2305.

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