23 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 3 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Insultar y ofender: ¿delitos?

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Helena Hernández
Experta en Derecho Penal
Twitter: @Helena77Hdez

La libertad de expresión se erige como pilar de los Estados democráticos, derecho con protección y reconocimiento especial por parte de la Corte Constitucional y garantía ciudadana para su formación de opinión pública. Ello permite que las personas puedan manifestarse en diferentes ámbitos sociales, así como informarse debidamente a través de medios de comunicación.

Como todo derecho, este tampoco es absoluto y, en ocasiones, debe ceder si la tensión entre garantías muestra una afectación relevante a la integridad moral, soslayando el buen nombre, la intimidad y la honra, entre otros.

Los actos difamatorios y mendaces, por ejemplo, encuentran protección a la integridad moral a través de delitos como la injuria y la calumnia. Sin embargo, su tutela vía penal ha sido objeto de pertinentes cuestionamientos en torno a la discordancia que implica su persecución por la especialidad reservada para lo más lesivo y trascendental de la sociedad. Aunado a ello, y solo para mencionar ejemplos del efecto adverso que ha generado la tipificación de estas conductas en el Código Penal, muchas veces, se evidencia la instrumentalización de conflictos, el amedrantamiento a la libertad de opinión o la pretensión de resolver disputas privadas que no tienen tal trascendencia para el desgaste judicial en materia penal.

Ahora, en los últimos tiempos, se observa un preocupante expansionismo penal que parece encontrar su mayor despliegue en el punitivismo sobre la expresión y opinión libre de las personas. De todos los matices que estos temas implican, enfocaré uno en concreto: las manifestaciones desagradables y odiosas, los insultos –racistas, machistas, homofóbicos, etc.– y las ofensas.

De entrada, debe aseverarse con determinación el necesario reproche social ante expresiones como las descritas. Esto, sin embargo, no debería implicar la activación de nuestro sistema penal, si somos consecuentes con el respeto irrestricto al principio de legalidad y estricta tipicidad.

Excluyendo lo que pueda tipificarse como injuria o calumnia, Colombia no prevé en su normativa penal el castigo para quienes profieren insultos. No importa su nivel de ofensa y desagrado. “Feminazi”, “simio”, “dañado”, son algunas de las ofensas altamente degradantes y de contenido discriminatorio que se escuchan con cierta frecuencia en una sociedad como la colombiana. ¿Podrían considerarse tales insultos como discurso de odio? Según el ordenamiento jurídico colombiano, no.

Tal y como advierte la sentencia del 30 de enero del 2019, radicado 48.388 de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia, el concepto “discurso de odio” resulta ser ambiguo, pues podría suponer que lo reprochado es el ánimo o desagrado frente a alguien. Lo anterior es, con frecuencia, confundido con el punible de hostigamiento, pese a que este delito no tiene por reproche penal la censura del discurso de odio –no penalizado en Colombia–.

¿En qué consiste el delito de hostigamiento (134B)? Radica en promover o instigar conductas de acoso/persecución, orientadas a causarle daño físico o moral a una persona, grupo de personas, comunidad o pueblo, por razón de su raza, etnia y sexo, entre otras.

En la mencionada providencia, la Sala de Casación Penal precisó que las expresiones odiosas o discriminatorias, per se, no configuran el tipo penal y que, para dicho delito, se requiere dolo especifico: instigar con la finalidad de hacer daño a ese grupo vulnerable específico o a sus integrantes. La conducta penalizada no es la de maltratar, ofender o referirse odiosamente a personas pertenecientes a grupos sociales históricamente discriminados. No todo acto de discriminación es delito en Colombia.

En esa vía, en la Sentencia C-671 del 2014, la Corte Constitucional ya había señalado que dicho delito se perfecciona cuando se fomentan los actos que generan un riesgo comunicativo penalizado. La instigación debe ser calificada, y el punto central es esa finalidad comunicativa en la configuración de dicho delito, en tanto el castigo recae en la conducta que promueve o instiga que otros la cometan. Fíjense que, por discriminatorio, reprochable y ofensivo que sea un insulto, lo que sanciona la norma es la potencialidad de producir un perjuicio a raíz de dicha conducta calificada.

Pretender la persecución penal por insultos discriminatorios o de cualquier tipo desconoce la legalidad y el carácter fragmentario del derecho penal. Implica también una imposibilidad de concretar razonablemente la criminalización secundaria. ¿Se imaginan la cantidad de sujetos judicializados en el estadio, en medio de un partido de fútbol? ¿y qué decir en las protestas? Incluso, en espacios cotidianos de comunicación.

Podemos discutir y repensar lo que queremos proteger a través del derecho penal, cambiar consensos y llegar a unos nuevos. Lo que de ningún modo puede permitirse es el incumplimiento de los límites de la potestad punitiva del Estado a través del castigo de conductas no previstas como delitos.

El principio es el de legalidad, no el de conveniencia.     

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