El Estado de derecho y sus defensores
Matthias Herdegen
Director de los institutos de Derecho Público y Derecho Internacional de la Universidad de Bonn (Alemania)
Con la triste partida de Hernando Yepes Arcila, Colombia pierde un pilar del Estado social de derecho. Y no solo la Pontificia Universidad Javeriana, con nuestra facultad común, sino todo el mundo académico pierde a un maestro de la arquitectura constitucional. La interpretación consistente, el tejido del “hilo hermenéutico” (tan presente en su discurso) era uno de sus grandes temas, siempre con su alta lucidez y juicioso razonamiento, y con el fulgor de su experiencia como constituyente, magistrado, conjuez y ministro de Estado. Perdemos a un amigo generoso y de gran latitud conceptual. Hernando Yepes siempre actuó con nobleza, incluso en el disenso, agregando a la apertura discursiva una dosis de ligera ironía. Nuestro diálogo se remonta a muchos años, a la época de la Asamblea Constituyente. Cuidar, conservar y proteger esta herencia de los principios directrices de la Ley Fundamental de 1991 era su dedicación.
Este compromiso de vigilar el legado constitucional y la integridad del Estado de derecho es ahora más importante que nunca antes, tanto en Colombia como en todo el subcontinente sudamericano. Hoy, el Estado de derecho se encuentra en una situación vulnerable, en algunos países latinoamericanos ya bajo sitio. Son múltiples los factores del quiebre de las bases constitucionales del Rechtsstaat.
La confianza del ciudadano en el orden constitucional y su estabilidad sufren por una dilatación temporal del proceso constitucional, por la tentación de poner siempre, una y otra vez, en marcha el molino constitucional, como lo vemos en Chile. Sobre esta dilatación, el destacado constitucionalista Enrique Navarro Beltrán acaba de hacer una advertencia pertinente de una “fatiga constitucional”. Los nebulosos anuncios (o amenazas) de nuevos procesos constituyentes para remodelar el marco fundamental que emite el Gobierno fomentan la ilusión de que el cambio constitucional es una panacea para todos los problemas. Alimentan cierta fatiga que debilita la actual base normativa de la vida política y social del país.
Más peligrosos son otros fenómenos. Uno de estos mecanismos perniciosos es el llamando del mismo Gobierno a la calle. La oposición “extraparlamentaria” era instrumento de grupos por fuera de los partidos establecidos (en el viejo continente) o de fuerzas al margen de la ley (en América Latina) que no tenían representación en la institucionalidad política. Un Gobierno que busca servirse de la presión de la calle se coloca en la tradición de las autocracias populistas que, en un primer paso, ponen el Poder Legislativo (o incluso, el Poder Judicial) en una posición de sándwich, y, en un segundo paso, los sincronizan. La historia de Venezuela documenta el papel “útil” de la creación y financiación de grupos paraestatales que se reclutan de militantes del mismo Gobierno y sostienen un régimen autócrata.
Así se evapora la crucial distinción entre Estado y sociedad, que es el eje de las libertades del ciudadano. Y así muere el sistema de checks and balances que construyeron los padres de la Constitución de los Estados Unidos para fragmentar y disciplinar el poder. Un Congreso complaciente que renuncia a su función de contrapeso al Gobierno, sea por susto, o por comodidad, o por los premios ofrecidos, es una ficha importante en este juego.
La nefasta experiencia de Alemania demuestra que para acabar con la separación de poderes ni siquiera hace falta abolir la Constitución; a partir del momento en el que un Gobierno sostenido por una corriente ideológica radical hace caminar toda la relojería del Estado en el mismo ritmo y hacia la misma dirección, la separación de poderes ya será letra muerta.
Con excepción de Nicaragua y Venezuela, este escenario es, por fortuna, todavía remoto de la realidad constitucional en América Latina. En Colombia, la Constituyente de 1991 dejó el legado de una fuerte Rama Judicial, la creación de la Corte Constitucional y de otras herramientas de control que dotan a la Ley Fundamental de cierta resiliencia. Pero la advertencia de estrategias peligrosas, ya comprobadas en el pasado, puede ser, a veces, imprescindible para salvar el futuro del Estado de derecho.
Vestigia terrent, dicen los romanos. Nos falta la voz de Hernando Yepes.
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